Ayer por la mañana en el IES Núñez de Arce se oía, se tocaba el silencio. La pena y el silencio nos decían a voces que ya no iba a volver Javier Pascual, el maestro sabio y tolerante, el compañero amable y generoso. A mí me susurraba que había perdido a un amigo reciente, pues casi por casualidad – nos destinaron este verano al mismo tribunal de oposiciones- el destino me hizo conocer no sólo su inteligencia, de la que ya tenía noticia, sino sobre todo su bondad y su delicadeza. Comprendí entonces los comentarios de muchos de sus antiguos alumnos, que unánimemente ponderaban sus clases como un espacio y un tiempo encantados, de tranquilo regocijo, de inesperada armonía. Hablaban de él con gratitud, como solo se habla de un profesor cuando te ha hecho feliz. Por eso yo esperaba mucho de mi reciente amistad. “Lo mejor de la amistad es que engendra esperanza”, decía Cicerón en De Amiticia. Existen los amigos de la infancia, inolvidables, y los amigos de la juventud, que nos devuelven al tiempo del esplendor y la alegría; pero al llegar a la madurez, la gente suele encerrarse en una concha muy difícil de traspasar por los nuevos afectos. Sin embargo, yo comprobé enseguida que Javier permanecía abierto, vivo, entusiasta, ilusionado. Iba a ser, ya estaba siendo un buen amigo. Silencioso y discreto, como auténtico hombre de letras, Javier sabía hablar y sabía callar. Sabía escuchar como lo hacen los que de verdad creen en el poder de las palabras. “Lleva quien deja y vive el que ha vivido”, escribió Antonio Machado refiriéndose a su maestro, don Francisco Giner de los Ríos. Y sus versos expresan todavía con precisión poética lo que se siente cuando se muere una persona inolvidable. Se siente que no es verdad, que la muerte no ha devorado del todo a su presa, que algo vivo palpita al evocar su nombre. Javier Pascual se ha llevado mucho, mucho, pero nos ha dejado las huellas invisibles de su alma. Esas huellas nos hablan, nos dicen que no vivió en vano. Vivió como los hombres de vocación, aquellos que han nacido con la misión de hacer del mundo un lugar habitable. Y murió súbitamente, con la discreción que le caracterizaba, sin que el deterioro de la enfermedad borrara de nuestra memoria ni la agudeza de sus ojos ni su amable sonrisa, ni siquiera el timbre cálido de su voz. Gracias, Javier, por todo lo que nos has dejado. Quién sabe qué nos dirá tu recuerdo en el futuro, en qué momentos inesperados volverás a vivir en nosotros.