Este fin de semana no se ha hablado de otra cosa que de la visita del Papa. Y a mí, envuelta en este clima de religiosidad, se me ha ocurrido que en vez de una columna voy a escribir una parábola. Una parábola es un microcuento con moraleja, para que me entiendan los que tienen menos de 30 años. Jesús se las contaba a sus discípulos para que aprendieran sus enseñanzas. Pues bien, estas eran dos amigas, una católica tradicional y la otra anticlerical hasta el tuétano mismo. La primera, ante la visita del Papa, no ha parado de hablarme de los millones de euros que se van a quedar en España y de lo indignada que está porque Zapatero no ha asistido a la misa. La homilía le ha parecido bien, lo previsible y lógico en la Cabeza de la Iglesia. Le pregunto si no ha echado en falta algún recuerdo para los que más sufren la pobreza en este valle de lágrimas, y me contesta que al Papa le preocupa fundamentalmente la vida espiritual de los pueblos, sobre todo de los que, como España, sufren los ataques de la cruzada laica, tan inmisericorde. La segunda amiga protesta indignada porque el Papa ha dicho justo lo que todos sabían que iba a decir. -¿Qué esperabas?- le pregunto. Porque, aunque parece mentira, ha escuchado la homilía del Papa. Me contesta que le ha escuchado por si acaso, con una secreta esperanza. Imagínate, -me dice-, imagina que el Papa se remanga los manguitos y suelta un discurso enérgico y profundo, imagina que, mirando hacia la cúpula del templo de Gaudí, recuerda que la Iglesia se fundó sobre una piedra del camino, y que ese recuerdo le lleva a perderse en las calles, como un mendigo más. Dirán que mi segunda amiga está loca. Pero esto le ocurre porque ha leído a muchos escritores anticlericales. Ha leído, por ejemplo, “Misericordia”, de Galdós, una novela cuya protagonista pide limosna para alimentar a los que la explotan y muere perdonando a los que la desprecian. Y ha leído a Unamuno, el anticlerical que escribió “San Manuel Bueno y Mártir”, cuyo protagonista era tan caritativo que fingía creer para que su pueblo no perdiera su única posesión: la esperanza. Y ha leído a Machado, otro anticlerical que hablaba con Dios por lo bajito, mientras caminaba hacia el exilio entre los miserables contra los que la Iglesia dirigió su Cruzada. Por eso está tan loca, porque es difícil asimilar que sean los anticlericales los que mejor trasmiten el mensaje de Cristo. Y porque es una ilusa y cree que la realidad puede tener un final feliz, como en una novela. ¿Por qué será –me digo yo- que sólo los anticlericales creen todavía en los milagros?, ¿a qué obedece sino su indignación?. Aunque he de reconocer que esta parábola adolece de un defecto: es demasiado maniquea, la vida es más compleja y bastante más triste. Y no puede ser una buena parábola porque está escrita por una mujer, y trata de dos mujeres a las que más les valdría marcharse a casa a fregar los platos al salir de la oficina, en vez de dedicarse a hablar de temas trascendentes de los que solo pueden entender los hombres, elegidos por Dios y creados por Él a su imagen y a su semejanza. ¿O me equivoco?