El sábado leí en el periódico que había muerto Carlos Edmundo de Ory, el domingo amaneció con la noticia de la muerte de Berlanga. ¿Qué podría hacer yo para rendirles mi homenaje? No les he conocido, pero lo mejor de ellos me los sé de memoria, la muerte me trae el eco de lo visto y lo escrito. Pensaba esto en la cocina, mientras, todavía en pijama, me disponía a preparar el dulce de membrillo. El aroma del membrillo abre el armario donde todavía permanecen los otoños dorados de la infancia, entre los manteles de hilo y las sábanas de la Viuda de Tolrrá. Pensaba esto mientras daba vueltas con la cuchara de palo, con la delicadeza del movimiento de rotación de la tierra, alrededor de la cazuela llena hasta los bordes de frutos todavía turgentes. A Berlanga y a Ory, ¿les gustaría el dulce de membrillo? El dulce de membrillo es un postre de dioses. Por eso Francisco Pino comenzaba así el soneto que me escribió cuando le llevé a su casa un poco de este dulce para que lo probara: “Gracias diosa, más grande que Afrodita/ por ese gran caudal de oro liviano /oro tanto otoñal como temprano/ tanto palacio de ortos como ermita”. También él está muerto, pienso mientras aplasto con la cuchara los trozos ya reblandecidos. ¿Y la jalea?, ¿cómo explicar a qué sabe la jalea a quien jamás la haya probado? La jalea es el poso que destilan las cáscaras y las pepitas en almíbar. Yo no me considero capaz de describirles lo que es la jalea de membrillo nada más que por medio de una metáfora: es la poesía de los dulces, el fruto de la transformación del excremento en oro, del desperdicio en joya dorada y adorable. Igual que Santa Genoveva transformó milagrosamente los mendrugos de pan en flores olorosas, así yo intento ahora convertir los desperdicios en jalea. Y lo consigo. “La poesía es un vómito de piedras preciosas”, recuerdo que decía un aerolito de Carlos Edmundo de Ory. Y pienso: todos decimos lo mismo. Será porque es verdad. Un día como éste, ya hace dos otoños, le mandé a José Miguel Ullán un táper con jalea. “Es el último dulce que voy a comer”, afirmó cuando por teléfono le anunciaba mi envío. Murió en la primavera, antes de que volvieran los frutos del otoño. Acertó, como siempre, con sus palabras ciertas y precisas. Y fue un consuelo para mí saber que había endulzado su último paladar con mi regalo. A Berlanga y a Ory no los conocí personalmente, pero de buena gana les hubiera regalado mi ración de jalea. Quizá Ory hubiera recitado mientras lo saboreaba: “Rastro exhalado huella/ reconocible, evanescente torre / de olorosa verdad”. Sea para ellos la dulzura que siento en el paladar mientras rebaño la cuchara, para ellos que convirtieron en hermosura perdurable los desperdicios de una España negra, de un tiempo triste como pocos ha habido. Gracias porque me hicieron sonreír y reír a carcajadas y hasta llorar de risa. Gracias porque los dos siguen perfumando la memoria en este día plácido de otoño, en que la noticia de su muerte cruza veloz sin romper ni manchar ni siquiera uno de sus minutos, igual que un aerolito.