Yo a Fernando Urdiales siempre le vi como un personaje del teatro del mundo, en el escenario y fuera del escenario. Por eso me considero una espectadora fiel, que observaba sus gestos y escuchaba su conversación en la barra de El largo adiós, en la esquina de la calle e incluso en mi propia casa, entre el humo de las charlas nocturnas antes de que se hiciera corsario y fundara su propia compañía. Como Shakespeare y Moliére, Urdiales sufrió penurias y soportó injusticias, lloró de alegría y gritó de entusiasmo, porque como ellos fue actor, director y autor de comedias que se confundían con su vida. Desde hace diez años, se sabía protagonista de una tragedia que no podía tener otro final que la muerte, y asumió su papel con la dignidad propia de un personaje de una obra del Siglo de Oro. Ya sin apoyo, sin máscara ni disfraz, dio sus últimos pasos por el escenario desnudo, añadiendo día tras día una nueva escena a un último acto que parecía interminable, una nueva escena tan desesperada como imprevisible. Pero el final llegó. Los amigos de la lucha antifranquista en la Facultad de Medicina, los amigos de la música, de la pintura y de la poesía, y sobre todo los amigos del teatro – todos todos- se abrazaban conmovidos el domingo al conocer la noticia. No sabían qué papel representar excepto el de su tristeza sin palabras. Y yo seguía siendo espectadora de su dolor sincero. El lunes otros muchos espectadores anónimos hubieran querido demostrar su respeto y cariño al hombre que había dado cuerpo a sus sueños. ¿Dónde? En el Salón de los espejos del Teatro Calderón, en el que consideramos el teatro de nuestra ciudad, tal como anunciaba su esquela y como era lógico que sucediera. Y allí acudió la ciudad de Valladolid para darle su último aplauso. Pero León de la Riva impidió que Urdiales asistiera puntual a la última cita con su público, y lo hizo con esa obcecación tan suya, propia del antagonista felón de una farsa siniestra. El teatro se quedó vacío, sin poder escuchar ese último aplauso, pero la tragedia no perdió su dignidad: el aplauso se escuchó en el tanatorio San José, atiborrado de un público más entregado que nunca. Fue un hombre afortunado, -pensé-. Realizó su vocación, dedicó su talento a aquello que daba sentido a su vida. A las puertas del tanatorio, en la inhóspita autopista tan fría y tan oscura como la tarde de su muerte, se me vinieron a la cabeza los versos de Calderón de la Barca, del Calderón que Fernando Urdiales resucitó de entre los muertos: “Es verdad, pues reprimamos / esta fiera condición, / esta furia, esta ambición / por si alguna vez soñamos; / y así haremos pues estamos / en mundo tan singular / que el vivir solo es soñar / y la experiencia me enseña / que el hombre que vive sueña / lo que es hasta despertar”. Urdiales soñó con representar un único papel en la vida, el papel del verdadero hombre de teatro, e hizo realidad su sueño. Incluso dentro de la pesadilla de la ciudad que le cerró las puertas del teatro Calderón el día de su muerte. ¡Qué sucios los espejos del rencor del teatro cerrado! ¿Cerrado para siempre? No, existe un espejo limpio en la ciudad, que aparece cada vez que se levanta el telón y da comienzo el espectáculo. En ese espejo se seguirá reflejando el corsario contumaz que realizó su vocación con pasión, saber y valentía. El lunes, en el escenario vacío del teatro del mundo se escuchó un aplauso rotundo y unánime, era el último aplauso para Fernando Urdiales y su sueño cumplido.