Cuando Iñaqui Gabilondo dirigía Hoy por hoy, en mi casa yo era la primera en levantarme. Vivía en Valladolid pero trabajaba en Palencia, así que, mientras mi familia dormía, en el silencio oscuro de la casa, salía de puntillas de la cama y me dirigía a tientas al cuarto de baño. Allí ponía la radio muy bajita y la voz de Iñaqui Gabilondo era la primera en saludarme, mientras me lavaba los dientes. Luego el ruido del grifo de la ducha le amortiguaba por unos momentos, pero mientras me enroscaba en la toalla, volvía a escucharle repitiendo la última noticia, entre los nuevos oyentes que se acababan de incorporar al programa. Los domingos no me acordaba de encender la radio, pero a media mañana, tras desayunar en compañía, sentía que le faltaba algo a la plenitud del día de fiesta. El lunes me daba cuenta de que lo que había echado en falta era la voz de Iñaqui Gabilondo dándome los buenos días. Y, aunque no dejara de ser lunes, su voz volvía a confirmarme la perfección del movimiento rotatorio de la tierra con la puntualidad de su saludo. El saludo de Iñaqui Gabilondo significaba que, hoy por hoy, el dios de la luz se había despertado. Fueron creciendo nuestros hijos, empezaron a pagarnos los trienios y en mi balcón volvieron a trepar las tupidas madreselvas mientras la voz de Gabilondo permanecía fiel a su cita diaria, una cita a la que también acudían todos los políticos, escritores, actores, pensadores, músicos y cualquier persona anónima que tuviera algo que decir. Menos Aznar y los terroristas de ETA, todos se encontraban en Hoy por hoy. Hasta que cambió la mañana por el atardecer y la radio por la televisión. A mí me descolocó eso de ponerle cara a quien siempre se había sostenido solo con la voz. Hasta que descubrí el mensaje que transmitía su mirada, teñida de inteligencia y melancolía. La voz de la mañana se convirtió en la meditación nocturna y el primero en informarnos pasó a ser el último en comentarnos lo que había sucedido, hasta convertirse en la presencia imprescindible que cerraba las cortinas mientras nos daba las buenas noches. Igual que sus telespectadores, Iñaqui Gabilondo había madurado y representaba la voz de la experiencia y la cordura. Hasta que hace muy poco nos dijo adiós en vez de hasta mañana. ¿Por qué? Porque había descendido su audiencia. Sí, sin apenas habernos percatado, quedábamos solo unos cuantos miles y miles de miradas y oídos expectantes. Y al encender la televisión nos encontramos con el inframundo de Gran Hermano. ¡Horror! El choque me ha hecho preguntarme qué era lo que caracterizaba y distinguía a Gabilondo. Y creo tener la respuesta: que no era un converso, como lo son tantos comentaristas de gran audiencia. Sin caerse nunca del caballo, no había cambiado de nombre ni de voz. Ni fue comunista como Jiménez Losantos ni perteneció al Grapo como Pío Moa, por decir dos ejemplos; se mantuvo en el centro, mirando a los ojos a la izquierda y de reojo a la derecha, sosteniendo con fuerza las bridas, sin arrepentimientos ni vacilaciones. Y eso no atrae a una audiencia que gusta del revolcón y de la pirueta grotesca. Mientras esperamos su regreso a casa, sus fieles tejemos y destejemos un tapiz, como Penélope, sin dejarnos seducir por ninguna de las cadenas de programas basura. Seguros de que cuando llegue el día, reconoceremos su voz sin esperar a que se baje la capucha y dispare la flecha de sus certeros comentarios. Para los que duden, les digo que ya sea de mañana o de noche, si es Iñaqui Gabilondo saludará con naturalidad, sin rencor ninguno, y su voz, sonriendo, nos dirá las palabras de Fray Luis de León cuando regresó a su cátedra de Salamanca: decíamos ayer….