“¿Quién ha dicho arroz?”, preguntaba El Catarro. Las carcajadas de respuesta las oíamos las madres que esperábamos en el borde del lago. Acababan de decirnos adiós a voz en grito, todos a una, como sólo saben hacerlo los niños. Así cada vez que se montaban en la barca. La primera vez que montaron los vimos alejarse con preocupación, en su viaje iniciático a la aventura de lo desconocido. El Catarro lo sabía, que su paseo rompía definitivamente el cordón umbilical que nos unía con ellos. Por eso se paraba cuando la barca había llegado a la mitad del trayecto y volvía a decirles que nos reiteraran su despedida, para que supiéramos que no se habían olvidado del todo de nosotros: “Adiooos…” “¿Quién ha dicho arroz?”, volvía a preguntar. Y de nuevo escuchábamos sus carcajadas en la lejanía. “¿Qué os contaba?”, les pregunto a mis hijos. Pero me responden con una mezcla de nostalgia y confusión: “Pues no sé… nos hablaba de islas encantadas entre las cataratas, de una bruja perversa, de piratas…” Lo que sí recuerdan es que fueron sus horas más felices. ¿Horas? El sentido del tiempo en la infancia es algo diferente al que marcan las agujas del reloj. Para ellos era el acontecimiento de la semana, el domingo, cuando se subían a la barca del Capitán Catarro, con su gorra marinera, su bandera impoluta y sobre todo la magia del relato perenne, siempre el mismo, como siempre eran idénticos los patos y los cisnes que poblaban el lago interminable. “¡Pues yo sí que he ido en barco!”, le contestó mi hija a una señora con la que nos encontramos en el Puerto de Santander. “¡En el mar del Campo Grande, que es más grande que éste!”. Juan Ramón Jiménez, en su ensayo titulado “El trabajo gustoso”, nos habla de estos personajes que hacen de su labor un arte poética, antípodas de la monotonía y el sinsentido de los que consideran al trabajo un castigo por el pecado de nuestros primeros padres. Podría haberse limitado a dar un paseo a los niños a cambio de unas monedas, pero El Catarro decidió hacerles felices porque él mismo deseaba ser feliz. Y logró convertir el paseo común en una aventura extraordinaria. Así se hizo inolvidable. Mis hijos contarán a los suyos que viajaron en la barca del Catarro, como ellos han oído contarlo a su padre, que viajaba en la barca de otro capitán del mismo nombre. Ojalá se pregunten entonces, igual que lo hacíamos nosotros, qué les contará el barquero a nuestros nietos para que regresen sonrientes y meditabundos, rememorando las hazañas en las que han tomado parte, aunque todavía no las sepan expresar con palabras. Ahora que El Catarro ha partido para su último viaje, me pregunto qué le habrá dicho Caronte al entrar en la barca que no regresa nunca. Me lo imagino mientras paseo por la orilla del lago del Campo Grande y leo su esquela. ¿Habrá escuchado, igual que yo lo escucho en estos momentos, el adiós de las generaciones de niños a los que inició en el viaje de la vida? Yo creo que sí, y Caronte, el taciturno, se habrá quedado estupefacto al oírle preguntar, mirando a la otra orilla: “¿Quién ha dicho arroz?” .