El ideal de todo reportero es poder dar una buena noticia. Sin duda las noticias buenas son escasas, porque lo bueno no suele ser noticia. Me explico: la buena salud, la tranquilidad, la bonanza económica… no son comentadas ni siquiera entre la familia y los amigos. Solo lo extraordinario es digno de contarse. Y entre lo extraordinario lo que prima es el conflicto. Si a alguien le descubren una enfermedad mortal o le proponen súbitamente un divorcio o se queda sin trabajo, seguro que escuchamos su relato con interés. Pero si nos cuenta que está como una rosa, que le va bien en su matrimonio y que a su profesión no le afecta la crisis nos distraeremos con el vuelo de una mosca mientras le escuchamos. Algo parecido sucede a la hora de redactar las noticias de un periódico. Aunque los reporteros, desgraciadamente, nunca tienen problema para llenar las páginas de malas noticias: terrorismo, desastres naturales, paro, guerras… hay en el mundo para dar y tomar. Y si la actualidad no abre una nueva herida, siempre se puede echar mano de las enquistadas, de los problemas crónicos con las que convivimos con naturalidad. Me refiero al hambre que devora a la población de medio mundo, al peligro de las centrales nucleares y al calentamiento progresivo del planeta, por poner los ejemplos que se me vienen a la cabeza a bote pronto. Pero la buena noticia abunda tan poco… La buena noticia sería que se ha llegado a un acuerdo de desarme mundial, que ETA y AL QAEDA han decidido entregar las armas, que se ha descubierto una energía alternativa buena, bonita y barata, que Gadafi se ha marchado de Libia, que un plan de reparto de la riqueza va a acabar con la desesperación y el hambre que asola la mitad -¿me quedaré corta, acaso?- de los habitantes de la tierra. Eso esperaba yo que hubiera sucedido cuando el locutor anunció el lunes en la radio que iba a dar una buena noticia. Fue tal mi asombro que, con lo friolera que soy, cerré el grifo de la ducha. Y así, enjabonada, escuché que Bin Laden había sido asesinado. En las calles de Nueva York ya lo celebraban con gritos de alborozo, aunque con alguna reserva por parte de los que sentían no haber sido ellos los que personalmente pusieran la soga al cuello del terrorista más buscado. Ya se sabe, la ceremonia del linchamiento que conocemos por las películas del Oeste. Y no se crean que disculpo en absoluto a Bin Laden, que, por otra parte, aprendió moral y buenas costumbres cuando era colaborador de la C.I.A en la anterior guerra de Afganistán. Pero eso es agua pasada. A mí la buena noticia me hizo tiritar porque pensé, como todas las personas de sentido común, que la muerte de Ben Laden podía desencadenar más atentados ahora que parece que las cosas se van encarrilando en los países árabes, y porque soy una antigua de esas que todavía creen en la conveniencia de que a los delincuentes se les juzgue y, en el peor de los casos, se les condene a cadena perpetua. Así que volví a abrir el grifo de la ducha y el agua calentita entonó mi alma temblorosa, como sucede todas las mañanas, mientras escucho las malas noticias.