En época de exámenes, los profesores solemos comentar los disparates más graciosos. Los que llevamos más de treinta años dando clase presumimos de un repertorio interminable. Reflexionando sobre los errores de las sucesivas generaciones, he llegado a la conclusión de que son los alumnos que más se confunden a quienes recordaré siempre con mayor cariño. Quien nos hace reír merece al menos nuestro agradecimiento. Además, sus candorosas confusiones son la mejor forma de que los profesores comprendamos la psicología de los estudiantes. Esto sucede porque los errores delatan lo que somos de verdad. Ya lo decía Freud, que al equivocarnos revelamos nuestro subconsciente. Por ejemplo, el alumno que aseguraba que Galdós escribió los “Episodios Nacionales” en cuaderna vía manifestaba su alta estima por Don Benito, al creerle capaz de realizar las mayores proezas. En cambio, el que dijo que el autor de “La regenta” se llamaba Leopoldo “alias” Clarín seguro que no tenía al vetusto novelista en tan alta estima. Otros alumnos cometen errores mucho más lógicos, como el que situaba a Gonzalo de Berceo en el Monasterio de San Millán de la Cogorza. En otro caso, ¿por qué pedía un vaso de vino como única recompensa por su obra? Y yo creo que sí, que Berceo se hubiera reído de buena gana de haber conocido esta errata. Igual que al autor de “El jarama” le hubiera hecho gracia saber que nada menos que García Lorca había escrito el “Llanto por la muerte de Sánchez Ferlosio”. Y es que hay que saber mucho para cometer errores de esta índole, mucho sobre algunas cosas que nada tienen que ver con la literatura. Eso es lo que les ocurría a las alumnas lectoras del “Hola” cuando aseguraban que Garcilaso se enamoró de Isabel Presley y que la dedicó toda su obra amorosa, a pesar de que ella le abandonara por el interés de un matrimonio ventajoso. Otras no necesitan leer las revistas del corazón para imaginarse historias de amores imposibles. ¿Se imaginan a María Zambrano viajando en un trasatlántico a los Estados Unidos nada menos que con Juan Ramón Jiménez? ¡Cuánto le hubiera gustado a la autora de “Los claros del bosque” haberse internado en la espesura con el más elegante de todos los poetas! Pues esto es lo que me dijo la alumna que confundió a María Zambrano con Zenobia. Y es que el oído gasta bromas pesadas. Les diré otro ejemplo: a pesar de que lo advertía siempre que trataba el tema, nunca pude evitar que, cada curso, unos cuantos alumnos me dijeran que los judíos bautizados por orden de Isabel la Católica se llamaban “convexos”, y que entre los convexos había algunos autores célebres, como Fernando de Rojas. El comentario se completó en una ocasión con esta apostilla: “y los cristianos más viejos eran los que perseguían a los judíos convexos con más saña”. En fin, los disparates nos confirman a los profesores que nuestra tarea no es estéril, que las semillas que esparcimos siempre acaban dando sus frutos, aunque algunos sean tan estrambóticos como los disparates. ¿Entienden por qué les decía al comienzo de esta columna que los disparates son los recuerdos más inolvidables del profesor veterano?. Bienaventurados los alumnos que meten la pata. ¿Entrarán en el cielo? No sé, pero lo que les cuento me confirma que al menos lo andan rondando. Sin duda sus disparates nos demuestran que han estado en el Limbo.