El éxito escolar
Durante el mes de Junio, en los medios de comunicación se habló mucho del fracaso escolar, así que las autoridades educativas han emprendido la campaña del “éxito escolar”. ¿En qué consiste? En las vulgarmente conocidas clases particulares. Estas clases veraniegas se imparten durante el mes de Julio en algunos institutos con el fin de que los alumnos que parece que todavía tienen arreglo –aquellos que no han suspendido “nada más” que dos o tres asignaturas- recuperen sus materias pendientes cuando llegue el examen de Septiembre. Los profesores son voluntarios y los alumnos también. Los segundos relativamente, pues son los padres los que ponen más empeño en que sus hijos acudan de manera voluntaria. Todo sea para bien. A mí, la campaña del éxito escolar me ha hecho recordar a los profesores particulares de antes de la ESO, institución en mi infancia muy socorrida. Yo tuve muchos, porque mi madre, incluso antes de que suspendiera, gustaba de adelantarse para prevenir males mayores. Mi primera profesora se llamaba Merceditas y fue la encargada de enseñarme a leer y a escribir cunando aún no iba al colegio. Merceditas no me auguró un futuro intelectual nada brillante, es decir, que les aseguró a mis padres que “no valía para los estudios”. Pero no fue así, gracias sobre todo al resto de mis profesores particulares. En Palencia era fácil encontrarlos. Para el latín, los más apropiados eran los exseminaristas, y para francés, Madame Berthet, una señora muy educada, que vestía de negro y cuyo moño impecable recogía su cabello blanco con una elegancia muy francesa, enormemente parecida a la “anciana señora” de Babar, pero sin elefante. Las matemáticas eran cosa difícil para las mujeres, así que hubo que recurrir a Don Isaac, maestro nacional que hacía milagros con los números. Don Isaac le dijo a mi madre que nunca había dado clase a una niña, y que, por tanto, no estaba nada seguro de que sus explicaciones llegara yo a entenderlas. Así como así, fui una pionera de la enseñanza mixta, sobre todo cuando don Isaac comprobó que en la sesera de las niñas entraban las ecuaciones y los quebrados tan fácilmente como en el cerebro de los niños. Incluso llegué a tener profesor de bandurria, que ya es decir. Se hizo necesario cuando mi madre se empeñó en que formara parte de una rondalla colegial, en la que, a decir verdad, nada más escuchar mis primeros acordes, trataron de disuadirme sin la más mínima delicadeza. Pero mi madre encontró un profesor particular que consiguió que yo tocara el Himno Nacional con bastante soltura. Como lo oyen, el Himno Nacional. Para los casos más recalcitrantes –he de decir en mi descargo que yo no formé parte de ese grupo de condenados de la tierra- estaba “la Domadora”. La Domadora conseguía el aprobado por las buenas o por las malas. Incluso para aquellos y aquellas que habían traspasado la puerta del fracaso escolar, en donde se leía, como a las puertas del Infierno de Dante: “aquellos que aquí entréis dejad toda esperanza”. Una amiga mía aprobó así la reválida de cuarto, aunque para conseguirlo la Domadora le arrancó parte del flequillo en un rapto de pundonor profesional. No se asusten, en la campaña del “Éxito escolar” no peligra ya ningún flequillo, excepto el de la profesora, si no se anda con cuidado. Y yo he escribo esta columna en agradecimiento a aquellos que, a cambio de un salario de supervivencia, soportaron mi torpeza con paciencia infinita, y se negaron a admitir que, para la ciencia pedagógica, haya casos perdidos.