“Me moriré en París con aguacero / un día del que tengo ya el recuerdo”. Estos versos no pertenecen al último monólogo de Gila, sino a César Vallejo, el poeta surrealista. Pero a mí, salvando las distancias insalvables, el estilo de su premonición del último día me recuerda al relato de Gila sobre su primer día. Gila nació en Julio, con seis meses de retraso porque le tocaba nacer en invierno y no tenía abrigo, así que vino al mundo mientras su madre estaba en casa de la vecina. “¡Que sea la última vez que naces solo!”, le dijo al saludarle, porque era un poco desabrida. Yo no sé de dónde sacaría él su buen carácter, con el que nos hizo reír tanto desde nuestra edad más tierna. A mí, como entraba en el grupo de los que aprendimos a reír con Gila antes que a leer, el disco que me hacía más gracia era aquel en que contaba su vida, con la vaca Matilde en el balcón y la prima tan burra que clavaba los clavos con la frente y los arrancaba con los dientes. Cuando crecí y di la vuelta al disco, se puso Gila de nuevo: “¿Es el enemigo?” -preguntó nada más descolgar- “pues que se ponga”. Había que parar la guerra porque les habían mandado cañones sin agujero. Con Gila lo de matar sonaba a broma, casi tanto como la broma que le gastaron al Indalecio, cuando le dijeron que colgara la ropa en los hilos de “Alta Traición”. Su mismo padre comentaba: ”Me habéis dejao sin hijo, pero me he reído…” tanto como los generales escuchando sus discos. No todos saben que Gila participó en la Guerra de verdad, aquella que comenzó el 18 de Julio del 36, y que él mismo fue fusilado por unos soldados borrachos que lo dieron por muerto sin haberle rozado con las balas. Allí, bajo el peso de los cuerpos de sus compañeros, se dio cuenta de que la guerra era una chapuza tan grande que daban ganas de llorar… o de reír. ¿A quién hubiera llamado Gila este dieciocho de Julio de 2011? ¿a Gadafi?. La verdad es que lo que no hubiera tenido desperdicio hubiera sido el disco de las conversaciones telefónicas entre Bush y Aznar, mientras buscaban armas de destrucción masiva ustedes ya saben dónde. Se habría vuelto a vengar de la torpeza de los vencedores, con genio, como solo saben hacerlo los grandes artistas. Porque, como sabe todo el mundo, Gila era genial. A Gómez de la Serna le hubiera gustado plagiarle esta greguería suya: “la ametralladora es el fusil que dispara un tartamudo”. Arrabal le plagió enteramente su famoso “Pic-Nic”, que tan original les parece a los que no han escuchado sus discos. Ionesco y Beckett hubieran barritado como rinocerontes escuchando a Gila en sus días felices. Días felices, sí, de aquella España triste que se partía de risa. Desde que Gila murió de verdad, en Barcelona, no en París, otro día de Julio de hace diez años, serán los pobres diablos los que lo disfrutan, porque lo que hacía mejor Gila era reírse del Infierno. Aunque los españoles hayamos salido ya del que comenzó otro día de Julio, cuando suena el teléfono, me digo: ¿Será Gila? Entonces, que se ponga.