Las costumbres de la tradición son difíciles de entender para aquellos que no las comparten porque no tienen una explicación racional, porque anidan en el fondo inexplicable de la infancia olvidada. A mí, como a todo el mundo, las únicas que me emocionan son las tradiciones mías. Por ejemplo, en el tema del tratamiento de la muerte: cuando estuve en México, hace unos años, me pareció inquietante la fiesta del Día de los Muertos, tal como la celebran allí. Aquellos bollos de muerto y aquellas calaveras de azúcar que se vendían en todos los mercados se me acabaron atragantando por una razón bien sencilla: porque no pertenecían a mi cultura. ¿Y los huesos de santo?, ese es otro cantar. Veo con agrado la visita al cementerio el Día de los Santos, para adornar con flores las tumbas limpias, aunque en la verdadera tradición cristiana los huesos y las cenizas poco tienen que ver con el alma del difunto, que con un poco de suerte todos esperamos que esté muy lejos, disfrutando entre los ángeles y los arcángeles. Por eso detesto especialmente la fiesta de Halloween o Noche de las Brujas, que, con un sustrato celta, se celebra en los países de cultura anglosajona. Me parece una fiesta siniestra, que da por sentada la malignidad de los espíritus familiares. ¿Saben por qué se disfrazan de brujas y diablos niños y mayores? Para que los muertos de la familia, que regresan a su casa por una sola noche, huyan espantados al encontrar allí a seres todavía más siniestros que ellos mismos. Algo así me han contado, aunque es muy posible que esté equivocada y simplemente no lo entienda. Lo que sí entiendo es que la cultura cristiana, si sirve para algo, es para enfrentar el hecho de la muerte sin terror, al considerar que el cuerpo es únicamente la cárcel del alma y en nada importa su disolución tras a muerte. Algo perdura en otro sitio y ese algo es lo único que vale la pena preservar. Por eso mismo nos estremecimos antes de ayer algunos, mientras escuchábamos al inevitable León de la Riva, contar lo bien que había gestionado el tema del entierro de Miguel Delibes, en el discurso que pronunció en el acto de Inauguración de la Fundación que llevará su nombre: primeros preparativos ya antes de su muerte, tratamiento del tema con los familiares, entierro mismo, traslado de los restos de su esposa… ¡Oh, Dios!, ¡una historia para no dormir! Para finalizar con la satisfacción inigualable de tener los huesos codiciados en el panteón de hombres ilustres. Mientras le escuchaba, a mí no se me quitaba de la cabeza la milana de Azarías. ¡Con qué satisfacción se hubiera lanzado a recogerla León de la Riva cuando cayó abatida por un tiro!, ¡Y qué contento estaría de exponerla disecada, a la vista de todos los vallisoletanos! Pero la milana de Azarías, ¡quiá! sigue volando lejanísima, a salvo de los enterradores vocacionales, tan lejos como el alma misma de su autor. Y volverá a posarse –acaba de posarse- sobre el hombro del lector atento de sus novelas llenas de alma, en las que se sigue escuchando, única y de todos, la viva voz de Miguel Delibes.