Danica y Gabriele, los enviados.
Se llama Danica y ha nacido en Manila, esta nueva caperucita que aparece en la foto junto a su madre en su primer día de vida, con un gorro rojo que le ha tricotado su abuela. Ya habrán adivinado que me refiero a la niña siete mil millones. ¡Siete mil millones! nada menos. Y para celebrar que la humanidad haya alcanzado cifra tan astronómica, la ONU había convocado el concurso que ha ganado Danica, nacida el domingo, dos minutos antes de la media noche, cuando todos los astros se paran en espera de que surja el prodigio. A esa hora nació seguramente el Niño Jesús, una noche más fría, y a la misma hora nacería el Niño Lama. Ambos, además del Mesías que para la religión judía aún no ha llegado, representan la esperanza en el renacimiento de este viejísimo mundo. La nueva religión de la estadística sitúa al niño de la suerte en los siete mil millones. ¿Les parece absurdo? Quizá, pero entre tantos niños que nacen cada minuto había que establecer un número. Podría haber sido la niña de Carla Bruni. ¿Se lo imaginan?, un notición. También podría haber sido mi nieto Gabriele, que nació el día catorce, en el Hospital del Campo Grande de Valladolid. El arcángel San Gabriel anunció la concepción milagrosa del hijo de un dios, bien podría este niño hermosísimo, vivaracho y bonachón, guapo como casi ninguno, haber sido el niño siete mil millones. En Valladolid y en Roma le esperaban sus padres y abuelos como si se tratara del nuevo Mesías. ¿Que no ha venido al mejor de los mundos?, ¿que es un desastre que nazcan tantos niños en un planeta ya superpoblado? Leo las estadísticas y me entero de que nos llevó 35.000 años alcanzar los primeros mil millones y de que, en los dos últimos siglos, hemos multiplicado esta cantidad por siete. Y la progresión sigue en macha: ganamos 148 más al día, contando con el número de personas que nacen y mueren. ¿Habrá en la tierra alimentos para dar de comer a tanta gente?, ¿cuántos de estos siete mil millones serán devorados por la miseria? Nada de eso les preocupa ahora ni a Danica ni a Gabriele, que duermen a salvo de los lobos, en los brazos de sus jóvenes madres. Para ellos este planeta es tan redondo y tan grande, tan dulce y tan blanco como el pecho que les da de mamar. Y yo, sin embargo, no puedo evitar acordarme de los niños que descansan en la cuna del hambre. Para ellos –me digo- Miguel Hernández escribió la más hermosa de las nanas: “En la cuna del hambre/ mi niño estaba/ con sangre de cebolla/ se amamantaba…” Se la canto a Gabriele que se sonríe en sueños, satisfecho de estar entre nosotros: “Ríete siempre…” ¿Acaso entiende la letra? La entiende como entienden la poesía aquellos a los que va destinada, aquellos que aún no saben lo que significan las palabras, y los versos les rozan los oídos como si se tratara de suaves caricias. Mientras canto, yo sigo con mis pensamientos: todos los recién nacidos son un tesoro, una riqueza… pero todos los recién nacidos son pobres, ¿de qué son dueños los que nada conocen?. Gabriele va entornando los ojos. Y termino, sin pensar lo que digo, atenta únicamente al prodigio de su respiración tranquila, acompasada: Sssss “No te derrumbes/ no sepas lo que pasa/ ni lo que ocurre”.