Una vez escuché decir a una editora en un acto cultural: “yo no publico un libro que no cumpla una de estas dos condiciones: que me divierta o que me enseñe algo”. A mí me ocurre todo lo contrario. Los libros que me gustan ni son especialmente entretenidos ni me han enseñado nada. Por ejemplo, “Todas las mañanas del mundo”, de Pascal Quignard. Lejos de hacerte pasar un buen rato, su lectura te ancla al instante, en donde permaneces abismada, asida con esfuerzo a un significado que no acabas de desentrañar. Sin dar respuesta a ninguna de tus inquietudes, lo único que te enseña es lo intrincado del camino de la certeza y lo lejos que queda la morada de la verdad. ¿Por qué seguimos leyendo? Misterio. Porque sí, por vicio, es lo único que se me ocurre. Lo mismo pasa con el cine. Me estremecen las películas de Lars von Trier, pero no se las recomiendo porque si se sumergen en sus profundidades luego les va a costar subir a la superficie. Hay algo hipnótico en las mejores, -me refiero a “Rompiendo las olas” y “Bailando en la oscuridad”- algo que trasciende la diversión y nubla el entendimiento. Son platos demasiado fuertes, de los que repiten, lo opuesto a la comida light. La última que he visto es “Melancolía”, y no es de las que más me han gustado, pero con todo y con eso no puedo quitármela de la cabeza. Trata del fin del mundo, del momento en que una estrella errante choca y hace explosionar a la tierra. Y de cómo lo viven dos mujeres, un hombre, un niño y un caballo. Mientras escribo esta columna, un asteroide se está acercando mucho mucho a la tierra. En términos astronómicos, lo mismo que una bala que pasara silbando al oído. Las antenas del Centro de vigilancia del espacio profundo de la Nasa vigilan su trayectoria, pues el asteroide se aproxima únicamente una vez cada treinta años. Es muy posible que la próxima vez que suceda ya no esté aquí para contárselo. ¿Existirá el mundo para entonces? A mí me gustaría que existiera, o que, en otro caso, no hubieran sido la irresponsabilidad y el egoísmo humanos los que se hubieran encargado de cargársela. ¿Una explosión nuclear?, ¿el calentamiento progresivo? ¡Qué horror! Ése sí que sería un final intrascendente. Pienso en la posibilidad de que la humanidad haya sido el resultado de otra gran explosión, la que los científicos llaman Big bang o Gran estallido. ¿Acaso somos el rescoldo de una hoguera apagada hace millones de años?, ¿acaso representamos las migajas de un banquete maravilloso que ya se terminó? ¡Quién sabe! Quizá somos el último estertor de un universo del que solo guardamos recuerdo de su olvido. ¿Será el arte el que nos vuelve a situar en ese mundo añorado, en el que incluso el horror y la destrucción eran hermosas?, ¿existirá la memoria de lo inexpresable?. Por cierto, ¿habrá pasado ya el asteroide? Y ahora que lo pienso, ¿verdad que la lectura de mi columna, además de no enseñarles nada, les está pareciendo aburridísima? Menos mal.