Calderero, torero, chapista, político, agente de seguros y compositor de letras de cuplés. Estos fueron los oficios de Melchor Rodríguez, más conocido por “el ángel rojo”. Yo oí hablar de él a Francisco Pino, al que salvó de una muerte segura en el asalto a la Cárcel Modelo de Madrid, y he sabido después que fue el que detuvo la matanza de Paracuellos del Jarama, a partir del 4 de diciembre del 36, día en que asumió el puesto de Delegado General de Prisiones. No, no era un infiltrado, sino un militante de CNT que nunca renunció a sus ideales anarquistas y que dedicó su vida a hacer verdad la frase que había pronunciado en una ocasión :”Se puede morir por las ideas, pero nunca matar por ellas”. Es muy fácil decir frases hermosas, pero muy difícil estar a la altura de las palabras dichas, para eso hay que ser tan valiente como Melchor Rodríguez. Mientras el gobierno de la República emigraba a Valencia dejando Madrid en manos de una Junta incapaz de controlar la situación, con Franco a las puertas de Madrid tras haber dejado un río de sangre a sus espaldas, él arriesgó su vida por salvar la de “sus presos”. No lo tenía fácil, porque Franco se negaba a cualquier canje o negociación, y la embajada soviética, en el más depurado estilo estalinista, alentaba las sacas. ¿Qué pasó con Melchor Rodríguez después de la Guerra? Que fue detenido y condenado a 20 años de cárcel a pesar de las peticiones de clemencia de franquistas reconocidos como Serrano Suñer, Rafael Sánchez Mazas, Raimundo Fernández Cuesta, los hermanos Luca de Tena o Muñoz Grandes. Nada pudieron hacer entonces porque Franco no tenía ni una pluma de ángel. Pero Melchor Rodríguez, que había sido huésped de tantas cárceles durante la Monarquía por su militancia cenetista, resistió y fue liberado cinco años después. Rechazó cualquier tipo de connivencia con la Dictadura y siguió luchando en la clandestinidad hasta que fue de nuevo detenido. Murió en 1972, y en su entierro sus camaradas cantaron “A las barricadas”, mientras sus presos le rezaban un responso. No sé dónde estará su tumba, como tampoco sé dónde descansan los restos de los contados sacerdotes que impidieron las sacas cuando los fascistas llegaban a fusilar a los pueblos, de esos sacerdotes que disentían de la Jerarquía al no considerar la Guerra Civil como Santa Cruzada. A esos ángeles rojos y negros deberían levantarles el monumento a la reconciliación. A ellos, sí, y no al General Franco en el Valle de los Caídos. Dicen que el edificio amenaza ruina si no se acometen obras con urgencia. ¡Pues que se hunda! En ese engendro arquitectónico, en ese monumento a la humillación, no debería gastarse ni un duro el gobierno de España. Que lo mantenga su familia, como ocurre con las tumbas de todas las familias españolas. Eso sí, del hundimiento deberían salvarse los restos de aquellos a los que Franco no dejó ni siquiera descansar tranquilos tras ser asesinados, los restos robados por sus mismos verdugos cuando todos los ángeles habían volado del valle de lágrimas en el que el dictador había convertido a España. A mí me parece tan claro que no sé cómo se puede gastar tiempo, dinero y saliva discutiendo el destino de esta mole gigantesca cuya vista produce horror hasta a los propios ángeles.