Esta semana ha sido rica en noticias columnísticas. Primero los dos culebrones de la temporada, ambos de tema policiaco, que cada día nos deleitan con un nuevo capítulo: el clásico “Camps y el ropero maldito” y el estreno de “Urdangarín, la maldición del yerno”. A su lado, el discurso de investidura de Rajoy no tuvo nada de particular, a pesar de que don Mariano nos ofreció algunas muestras de su inestimable ingenio. Me refiero al eufemismo con que anunció que iba a eliminar el cuarto y último curso de ESO, de tal manera que la enseñanza obligatoria, la que están obligados a cursar todos los estudiantes españoles, constará de un curso menos. ¡Buena manera de mitigar el fracaso escolar, licenciando a los alumnos un año antes! A eso es a lo que Rajoy llama “aumento de un curso en el Bachillerato”, a cambiar cuarto de ESO por el primer curso del bachillerato de tres años. Así hará el milagro de “aumentar recortando”, que será el slogan del futuro Ministerio de Educación –nada que ver con el “enseñar deleitando” de los ilustrados-. Pero hay que mirar al futuro, así que ya hablaremos más delante de este asunto, cuando se enteren los que no quieren enterarse todavía. Y mientras estábamos entretenidos con estas zarandajas, ocurría algo de verdad irremediable: se nos moría Cesária Évora, la reina del morna, la diva de los pies desnudos, una mujer como es debido, que llamaba a las cosas por su nombre y pagaba sus trajes a tocateja. El único consuelo es que su voz siempre podremos escucharla, en el momento en que nos apetezca y en cualquier rincón del mundo. ¿O me equivoco? No sé si en Corea del Norte estará permitido escuchar a Cesaria Evora. Aunque también es verdad que allí ya están entretenidos llorando la muerte del muñeco diabólico, del dictador Kim Youg Li, uno de los seres infrahumanos más siniestros que ha pisado la tierra. Bien, pues parece que a este pequeño gran dictador –pequeño en estatura, grande en mala leche- se le acabaron las pilas mientras viajaba en tren. Según aseguran las autoridades, murió de cansancio. Quizás había torturado y asesinado en demasía, tarea a la que se entregó con abnegación durante toda su vida. Y su muerte ha suscitado el duelo más ridículo de la historia de la humanidad: los norcoreanos lloriquean como bebés a los que les acaban de quitar el chupete en cuanto escuchan su nombre. ¿Y qué otra cosa van a hacer? Al que no lloriquee en Corea del Norte, vete tú a saber lo que le puede ocurrir. Corea es una monarquía comunista, es decir, un estado que ha recogido, hablando en términos políticos, lo mejor de cada casa. Y para más inri, posee un arsenal nuclear gigantesco. Su muerte, como la de todos los dictadores, abre la puerta de la esperanza a los que, dentro y fuera de Corea, se oponen a la barbarie. Y nosotros aquí, preocupados por la crisis, mientras el hijo de Kim Youg es proclamado Jefe del Estado. ¿Qué podemos hacer excepto desear que posea una salud más frágil que la de su padre y que a al nuevo muñeco diabólico se le oxiden las tuercas con celeridad? Está claro lo que podemos hacer, principalmente escuchar a Cesaria Évora, que nos hará llorar de nostalgia, de admiración, de gratitud. Como lloraba ella, como han llorado siempre los seres humanos.