Habrán oído que la corporación municipal de Valladolid ha aprobado una ordenanza contra los mendigos, a los que multa con 1500 euros. Asegura León de la Riva que los pobres de pedir entorpecen el tránsito a los vallisoletanos de bien. Es verdad que últimamente, -¿por qué será?- se ven más pobres que antes, no solo en los lugares habituales, a la salida de iglesias y mercados, sino incluso junto a los cajeros automáticos. Sí, allí osan refugiarse en las noches de invierno, sobre un lecho de cartones y mantas raídas, nada menos que en los pórticos de los sacrosantos templos de la usura. A los que dormimos a cubierto, la ridiculez de multar al que no tiene nada nos puede hacer mucha gracia, pero imagínense la risa que le dará al que tiene que dormir al rasero. A mí, desde que conozco la ordenanza, no se me quita de la cabeza esta estrofa del villancico de los Campanilleros: “A la puerta de un rico avariento / llegó Jesucristo y limosna pidió,/ y en lugar de darle una limosna/ los perros que había se los aguzó./ Pero quiso Dios…/ que al momento los perros murieran/ y el rico avariento pobre se quedó”. No creo que les tenga que explicar por qué pienso que si León de la Riva hubiera sido alcalde de Belén en época de Herodes, la estrella de los Magos habría cambiado su itinerario y los angelitos habrían deseado paz a los hombres de mejor voluntad de otro municipio. El respeto a los mendigos es la carta de identidad del cristianismo, aunque no sea la única cultura que sustenta la idea de que es en la pobreza y la insignificancia, incluso en la monstruosidad, donde se oculta lo sagrado. Bien es verdad que la afición al oro y a las piedras preciosas que la Iglesia ha cultivado a lo largo de su historia puede hacer pensar que aquello de “Bienaventurados los pobres porque ellos poseerán la tierra” es un lapsus que tuvo el nazareno y que más valdría eliminar del catálogo de las bienaventuranzas. Rouco Varela avalaría sin duda esta última interpretación. Lo digo por otra noticia que he leído esta semana. El presidente de la Conferencia Episcopal fue de excursión el poblado de chabolas “El Gallinero” en las afueras de Madrid. Lo hizo ataviado con casulla de raso verde pistacho bordada en oro, bonete satinado en púrpura y zapatos de charol. Pues bien, de tal guisa se acercó a un grupo de niños y les hizo esta pregunta: ¿Sabéis quién es el Niño Jesús?.¡El hijo de la Lucía!, contestaron a coro. ¡Qué escándalo! –comentó su eminencia- ¡A estos niños hay que darles catequesis!. Y digo yo que si contarán ahora los catequistas que Jesús nació en el Ruber, porque si dicen que nació en un pesebre, los niños del Gallinero se reafirmarán en que no puede ser otro que el hijo de la Lucía. Yo les enseñaría también cómo termina el villancico: “Si supierais la entrada que tuvo/ el Rey de los cielos en Jerusalén/ no quiso ni coches ni calesas/ sino un jumentito que prestao fue./ Quiso demostrar…./ que las puertas divinas del Cielo/ tan solo las abre las santa humildad”. Sí, señores de la Riva y Varela, como lo oyen, que en el cielo van a estar en minoría, que allí solo entran los humildes. Y volviendo a los asuntos terrenales, ¿cambiará su itinerario la procesión del Domingo de Ramos de Valladolid? Mas vale que no se acerque al Ayuntamiento, porque corre peligro de que le incauten hasta la borrica. Pero no, las ordenanzas se refieren a los pobres de carne y hueso, que no valen nada; no atañen a los de madera policromada, que valen un pastón. Que venga Dios y lo vea.