El 21 de marzo se celebró el día dedicado a las personas con síndrome de Dwon. Entrevistaron en la radio a una de sus educadoras, y me llamó la atención la ilusión con que hablaba de los avances de sus alumnos. Es muy fácil enseñar a los “buenos estudiantes”. Me refiero a los buenos en el sentido intelectual, no a los estudiantes especialmente bondadosos, a quienes me hubiera referido como “estudiantes buenos”. Pero digo por experiencia que es difícil no desanimarse cuando ves que no aprenden los duros de mollera. Ahí es donde se demuestra el valor de un profesor. Precisamente por eso, no entiendo cómo el prestigio de un colegio se puede medir por los conocimientos que llegan a adquirir los más inteligentes, aquellos de los que se dice que elevan el nivel general. Muy al contrario, el mejor maestro es aquel que consigue que aprendan los más torpes. Lo contrario de la filosofía pedagógica –por llamarla de alguna manera- que alienta la creación de “Centros de Excelencia” en la Comunidad de Madrid, y en los que su presidenta ha puesto todas sus esperanzas. ¿Para qué sirven en una clase los niños que tienen problemas? Apuesto a que muchos contestarán que solo para estorbar el aprendizaje de sus compañeros. Pero se equivocan en los dos aspectos fundamentales de la educación, en el moral y en el intelectual. No saben que la mayoría de los avances didácticos que hoy disfrutan todos los niños fueron realizados por maestros que trataban de enseñar a los alumnos con problemas de aprendizaje. Y en el aspecto moral, me voy a limitar a trascribir un fragmento de “Diario de invierno”, de Paul Auster. Creo que será suficiente para callar la boca a los listillos. Recuerda Paul Auster a los niños disminuidos física o intelectualmente con los que convivió en la escuela pública, en un diálogo interior con el niño que fue: “Echando ahora la vista atrás, consideras que esas personas constituían una parte fundamental de tu educación, que sin su presencia en tu vida, tu idea de lo que entraña el hecho de ser humano quedaría empobrecida, carente de toda hondura y simpatía, de toda comprensión de la metafísica del dolor y la adversidad, porque aquellos eran niños heroicos, que tenían que trabajar diez veces más que cualquiera de los otros para encontrar su sitio”. Esta es una idea muy sutil que no todos tienen la capacidad de entender, pero merecería la pena que hicieran un esfuerzo, al menos si ocupan puestos de responsabilidad en la tarea educativa. Y también merecería la pena que leyeran cómo concluye el párrafo: “Quienes hayan vivido exclusivamente entre los físicamente dichosos, los niños como tú que no sabían apreciar su bien formado cuerpo, ¿cómo podrían aprender lo que es el heroísmo?”. No sería mala idea que se impartiera la asignatura de heroísmo en las escuelas, lo que pasa es que, para establecerla, se tendría que vencer un gran obstáculo: la ausencia de modelos a imitar en la actualidad. Para superarlo, yo propondría a los maestros de los niños deficientes, que se lanzan a la aventura de multiplicar los talentos de aquellos a los que Fortuna repartió únicamente las sobras del banquete de la naturaleza. Los niños minusválidos se enfrentan al duelo del mundo desarmados, y es admirable que siga habiendo gente que se pone de parte de los que llevan las de perder. Eso es lo que hacían los héroes, defender a los débiles y compartir con ellos la dicha y el valor de haberse conocido.