Dicen que no se deben sacar las palabras de contexto, para que no se altere su significado. Pero cuando una frase es un hallazgo, con su nuevo sentido, sigue conservando el aura del momento en que se pronunció por vez primera. La frase de Rick en “Casablanca” posee en cualquier contexto un aura resplandeciente de energía melancólica. A mí se me vino a la cabeza en la madrugada del domingo pasado, el día de la Madre, mientras hojeaba una edición troquelada de “El Principito” y veía en la televisión a la multitud que festejaba la victoria de la Izquierda francesa. ¡Qué resplandor!, a esas alturas de la noche, parecía haberse despertado un volcán extinguido. Me acordé de mi madre, que era tan aficionada a todo lo francés. Para ella París, más que una ciudad, era el planeta encantado que siempre soñó con conocer. No fue a París hasta que tuvo más de sesenta años, consciente de que el tiempo de ver la tierra prometida ya había pasado, pero el viaje lo hizo para ratificar que el planeta soñado existía. No, no se crean que mi madre era republicana, le gustaron tanto los jardines de Versalles como la Plaza de la Bastilla. Para compartir su sueño, en los años cincuenta suscribió a sus hijas a Tintín y las llevó a un colegió de monjas francesas. Ya saben lo que pasa cuando intentamos que los hijos hagan realidad nuestros deseos. A mí al menos, ni Tintín ni las monjas me gustaron jamás, como tampoco me gustó Napoleón ni el mariscal Pétein. Pero me gustó Babar y Baudelaire, Brassens, Rohmer, las crêpes, Truffaut, Camus, Perec y Saint-Exupèry. Y aunque no hablo francés, en los libros del método Perrier aprendí la letra de la Marsellesa, que no solo es el himno de la France, sino el himno de la fraternidad de todos los seres humanos. Oui, monsieur, el himno de todos para todos, también para los españoles que veíamos el domingo con envidia cómo vibraba de gozo la dulce Francia. ¿Y mañana? Sin duda la serpiente de la desilusión comenzará a arrastrarse en el momento en que a Hollande dejen de sonreírle las estrellas. Sin embargo, el domingo estábamos con él al principio de un camino, y un camino siempre conduce a la casa del hombre. Estamos vivos, luego todo es posible, y es bueno haber tenido un amigo aunque sepamos que vamos a morir. Esto es lo que cantaba la multitud de la Bastilla, mientras el aeroplano de Saint-Exupèry sobrevolaba por encima de la Torre Eiffel. En su planeta, los avaros contadores de cifras fruncían el entrecejo consternados: ¿la prima de esperanza por encima de la prima de riesgo?. Dirán ustedes que cómo podía yo ver tanto desde tan lejos, y con tanto detalle. El secreto reside en que buscaba lo esencial con los ojos ausentes de mi madre, y lo esencial es invisible, no se ve con los ojos, se ve con el corazón. El domingo pasado, el corazón del mundo volvió a latir al unísono en la Bastilla. Es verdad que al día siguiente vino el de las tijeras a cortar de raíz las flores que habíamos plantado: ¿Cuánto les debemos hoy?, ¿10.000 millones o tal vez 100.000?, ¿cuánto les deberemos mañana? Lo que ustedes digan. Pero apártense a un lado, que no nos dejan ver. Mañana ya negociaremos la donación en pago de nuestras vidas todas. Hoy aún es de noche, y no hemos terminado de cantar la Marsellesa. ¿Es o no es un espejismo? En el peor de los casos, contestaremos con orgullo, envueltos en un aura de indignada melancolía: Oui, ma mére, SIEMPRE NOS QUEDARÁ PARÍS.