Está demostrado que, al menos en los países del primer mundo, hoy se crece con más lentitud que en los siglos pasados. Como es larga la vida, quien más quien menos piensa que le queda tiempo para realizar sus aspiraciones y asumir sus responsabilidades cuando se haga mayor. Seguramente usted también habrá visto a señores de sienes plateadas quejarse de lo escasamente receptiva que es la sociedad con jóvenes como ellos. Un botón de muestra: cuando una mujer de treinta años se queda embarazada, el comentario general es que cómo decide tener un hijo tan prontísimo. Pero donde la ridiculez zangolotina se hace más irritante es en la actitud infantiloide de algunos políticos, actitud que tiene su representación en el lenguaje con el que se dirigen a los ciudadanos: “Hemos hecho los deberes”, afirma el Presidente de España con solemnidad, mientras trata de disculparse de las bajas calificaciones obtenidas, como el niño que enseña el boletín a sus padres. “Hemos aprobado con nota”, asegura ufana la Vicepresidenta del Gobierno, incapaz de disimular el rictus de quien está segura de poseer el gen de primera de la clase. ¿Que usar recursos estilísticos es propio de la retórica política?. He de reconocer mi aversión congénita hacia la expresión “hacer los deberes”, me ha sonado siempre a clase de primaria de colegio de Ursulinas. Y además, el “hallazgo” en cuestión concierta con el “cero patatero” que acuñó, entre ovaciones, otro Presidente de España. ¿Se acuerdan? Piénsenlo, de verdad. ¿Se imaginan a Cicerón amenazando a Catilina en el Senado con un cero patatero? Ni Cantinflas habría llegado tan lejos. El infantilismo alcanza hasta el propio Rey, que pide perdón cuando le pillan en un safari de juguete –con elefante muerto de verdad-: “No lo volveré a hacer”. Al menos éste es más noble, reconocemos con vergüenza ajena. ¿Cómo nos va a extrañar que Mouriño haya metido un dedo en el ojo a Tito Vilanova como un niño de guardería, si Esperanza Aguirre amenaza con echar del estadio a los que silban sin permiso de la autoridad? Lo trágico de esta función escolar es que el guión se corresponde con el comportamiento de sus protagonistas. Carlos Dívar, sabiéndose el enchufado de la clase, aprovecha para hacer novillos y escaparse al hotel más hortera de Puerto Banús desde el jueves al martes, igual que un quinceañero malcriado. ¡Cómo disfrutaba Rato tirando de la campanilla de la Bolsa…!, como el niño que saluda a sus papás mientras conduce el coche de bomberos en el tiovivo. ¡Qué divertido era dirigir un banco! ¿Responsables? Son cosas de la edad… ¿Habrá que castigarles a copiar cien veces “no se gasta en memeces el dinero de todos”? ¿o habrá que disculpar a estos cincuentones que hacen pucheros a lo Lina Morgan mientras aseguran que la vida es más dura de lo que creían, que no lo han hecho adrede, que tampoco a ellos les gustan los recortes? ¿A usted le parece incalificable? Entonces es que no sabe en qué país vive. Vive en un país en el que el bien y el mal se califica de uno a diez, sin excluir el cero patatero. En un país en el que a pocos les extrañaría que el próximo Boletín Oficial del Estado apareciera encabezado con la ocurrencia del bromista que nunca falta en clase -¿podría ser Wert?-, con la frase que se merecen los que cifraron sus esperanzas en estas mentes pueriles: “Tonto el que lo lea”.