El sábado acudí a la Manifestación de Madrid. Porque estoy en contra de la política social del Gobierno, y porque me subyugan estas congregaciones de masas solidarias. Los manifestantes se sienten libres, arropados por el manto de la multitud, superada la división entre el individuo y el mundo. No ocurre lo mismo en los desfiles que requieren un ensayo previo, con una jerarquía entre sus componentes que impide la integración de cualquiera que pase por la calle. ¿Cómo reaccionarían los militares si un espontáneo decidiera incorporarse a sus filas? Las imponentes representaciones teatrales de los mítines nazis fueron el ejemplo llevado al paroxismo de este tipo de reuniones ceremoniales en que prima la relación de dominio. En las manifestaciones, en cambio, el afán de integración es patente: “no nos mires, únete”, se grita en todas ellas. Vicente Aleixandre, en su poema “En la plaza” expresa así la seducción que suscitan: “Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,/ y le he visto bajar por unas escaleras / y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse./ La gran masa pasaba, pero era reconocible el diminuto corazón afluido”. Qué triste será ser de derechas, me digo al ver a los que cierran las persianas al paso de la manifestación, con una mezcla de miedo y de desprecio. Y hay muchos tipos de manifestaciones. Las del franquismo poseían una grandeza trágica: había que saltar por sorpresa y disolverse en cuanto llegaban los grises, con su equipaje de gritos, de golpes y de sangre. Para protegerse de aquella barbarie se formaba una piña rabiosa y compacta, emocionada y fraternal, cuyo corazón latía al unísono. En las manifestaciones de la democracia, la épica se diluye en el ambiente festivo: los que se manifiestan parecen felices, por muy lamentables que sean los motivos de la convocatoria. El manifestante ha de sentirse pleno e innumerable, por eso es importante que la multitud llene la calle o la plaza, de tal manera que no se vea el final al volver la vista. Y a las manifestaciones se acude por distintos motivos. A algunas por deber moral, como en el caso de las que condenaban los crímenes de ETA. A otras, para que no se diga que lo peor se hace en nuestro nombre, como la manifestación contra la guerra de Irak. Y en otras, como en la del sábado, el ciudadano demuestra que existe, que sigue alerta, por mucho que el poder le ignore. Y parece que el Gobierno ha entendido el mensaje, lo digo por el respeto con que ha informado sobre el tema, sin los exabruptos a los que nos tenía acostumbrados. ¿Habrán amordazado a Esperanza Aguirre?, nos preguntábamos el sábado, sin saber que estaba haciendo las maletas. Habremos de tener más cuidado con las tijeras porque nos podemos cortar los dedos, puede que piensen en Moncloa. Pero más allá del resultado político, la manifestación del sábado fue una prueba de civilización. Yo me sentí orgullosa de pertenecer a una especie en que una multitud que podía haber realizado cualquier desmán -y que tendría tantas razones para hacerlo-, transcurriera pacífica, rememorando el tiempo mítico en que convivieron el lobo y el cordero. Eso es lo que celebraba la marea que iba llegando a la Plaza de Colón desde todas las calles y ciudades de España: Barcelona, Valladolid, Pamplona, Huelva, Orense, San Sebastián…; Moncloa, Goya, Recoletos, Sol, Cibeles…. ¿Usted no estuvo allí? Pues no sabe lo que se ha perdido, porque volverá a tener otras muchas ocasiones de manifestarse, pero aquella, como las golondrinas, no volverá.