“Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, hoy desmoronados…” Así comienza el famoso soneto en que Francisco de Quevedo se lamenta de la decadencia de España. Seguro que hoy hubiera escrito lo mismo, ante la riada de ambición depredadora que amenaza con derrumbar para siempre los muros de nuestro bienestar social. Pero yo no quería volver a repetir en esta columna lo que ya todos saben y pocos –excepto los que están a punto de perecer ahogados- intentan remediar. Y en mi rastreo en busca de temas menos manidos, me topé con Juan el Albañil, el vecino del Esparragal que perdió la vida mientras intentaba rescatar a una niña de la turbulencia de las aguas. No consiguió su objetivo, la niña murió al igual que su abuelo; pero logró salvar a su hermano de once años, único testigo de la hazaña. Poca información he logrado encontrar sobre Juan el Albañil, que es como le conocían en su pueblo, excepto que todos insisten en que era un tipo excelente. Excelente no en el sentido de sabelotodo condecorado con sobresaliente en el colegio de los Marianistas, que es el significado que da a esta palabra el ministro Wert. Seguro que Juan el Albañil no era el primero de la clase, lo que no fue óbice para que, al oír los gritos de auxilio, supiera comportarse como un hombre de una calidad humana extraordinaria. ¿No les parece que los profesores de Educación para la Ciudadanía deberían hablar a sus alumnos de Juan el Albañil? Porque ejemplos como el suyo se cuentan con los dedos de la mano. En este caso, de la mano áspera y encallecida por el trabajo de un albañil que no recibió nunca otra condecoración que las manchas de cemento sobre su mono azul. Esas son las únicas medallas que lucen en el pecho los que construyen la casa del hombre. Apuesto a que Juan el Albañil era un obrero como tantos, que sufría las consecuencias de una burbuja inmobiliaria en la que no había tenido ni arte ni parte. Su historia cotidiana, como la de tantos compañeros suyos, es la que cuenta Cheo Feliciano en una canción que se llama precisamente “Juan el Albañil”. Sí, con esa clarividencia premonitoria que han tenido siempre los bardos, Cheo Feliciano nos habla de un albañil que sueña con edificar una casa común, en donde quepan todos los hombres de la tierra. Es verdad que los muros de este edificio que creíamos estar levantando entre todos parecen hoy a punto de desmoronarse, pero, mientras existan gestos como el de este Atlas murciano, podremos confiar en que sus paredes resistirán por mucho tiempo el empuje de las aguas turbulentas. “Se nos ha ido un ángel”, decía entre lágrimas una señora de su pueblo. Y he de confesar que he tenido la tentación de construir yo la metáfora fácil, de decir que Juan el Albañil nos mira desde arriba, subido a su último andamio, en un alba añil. Sin embargo, voy a decir algo de mucho más altura: con Juan el Albañil, y con otros de su misma pasta, se construyen los cimientos de la dignidad humana. En mi columna anterior afirmé que España se estaba convirtiendo en un país de mamarrachos, al hilo del comentario de Vargas Llosa en el que tildaba de heroína a Esperanza Aguirre, comparándola con Juana de Arco. Hoy, en cambio, afirmo con orgullo que, entre los muros de la patria nuestra, aún hay lugar para el heroísmo. No todo se ha perdido. Y esto tenemos que agradecérselo a un paleta que se llamaba Juan el Albañil.