Es la frase que decíamos en el juego del escondite. A la primera oportunidad, alguien salía de su refugio e intentaba alcanzar el árbol en el que el vigilante había contado hasta cien. Si lo conseguía, estaba salvado, y si gritaba a tiempo “por mí y por todos mis compañeros” salvaba con él al resto de los ocultos. Aquella frase es el primer lema solidario del que tengo memoria, y bien podría figurar en la pancarta que preside la Huelga General. Porque la huelga es un acontecimiento común, que carece de sentido si se realiza en solitario. Incluso los que se declaran en huelga de hambre por su cuenta y riesgo necesitan ser arropados por sus compañeros. Sin ellos, ni hay huelga ni hay solidaridad. La huelga es el método de protesta y reivindicación más civilizado, una especie de guerra incruenta en la que cada parte mide sus fuerzas sin llegar a las manos. Y es el único medio de defensa de los hombres libres: la diferencia entre una democracia y una dictadura estriba precisamente en el derecho que los ciudadanos tienen a hacer huelga. ¿Que nada se consigue? El que diga esto es que no conoce la Historia. Todas las grandes conquistas sociales de la Humanidad se han logrado por medio de huelgas sostenidas en el tiempo, con el sacrificio de los que las protagonizaron, que no resistían en nombre de ellos solos, sino de todos sus compañeros. Algunos piensan que las huelgas comenzaron en el Siglo XIX, en la época de la revolución industrial, cuando el proletariado europeo luchaba por conseguir los derechos que hoy disfrutamos todos los trabajadores gracias a ellos; pero en eso también se equivocan. La primera huelga de la que se tiene noticia se produjo en el Antiguo Egipto, en el año 1166 a. de C. Ha llovido mucho desde que los obreros de las pirámides se negaron a trabajar porque no les llegaban los alimentos prometidos y no estaban dispuestos a morirse de hambre mientras los esperaban. Así lo describe el escriba que consignó lo sucedido: los trabajadores traspasaron los muros de la necrópolis diciendo “Hemos venido aquí empujados por el hambre y la sed, no tenemos vestidos. Escriban esto al Faraón” Y sigue diciendo el escriba: “Comunico a mi señor que estamos completamente empobrecidos. Se nos ha quitado un saco y medio de cebada para darnos un saco y medio de basura”. Como ven, en Egipto ya sabían qué eran los recortes. Pero los artesanos egipcios no consintieron que los sacerdotes corruptos acapararan los alimentos destinados a ellos. Y consiguieron sus propósitos, porque eran hombres libres. Si se hubiera tratado de esclavos no hubieran podido hacer huelga. Hoy, como en el Antiguo Egipto, también hay trabajadores esclavizados que no pueden hacer huelga. Son aquellos que temen ser despedidos al día siguiente, que tienen contratos precarios que la empresa puede rescindir en cualquier momento y sin indemnización ninguna, gracias a la tan celebrada reforma laboral de este gobierno. Ellos no son libres de hacer huelga, pero sí lo somos otros trabajadores que solo perderemos el sueldo de una jornada. Algunos dicen que no están dispuestos a prescindir de ese dinero. Quizá no han pensado en que la huelga no se hace a título individual, quizá han olvidado el grito con el que tantas veces les habrán salvado los que se atrevían a salir mientras ellos permanecían ocultos en su escondite: “por mí y por todos mis compañeros”.