“¡Bien!” Seguro que los niños siguen contestando cuando les preguntan: “¿Cómo están ustedes?”. Seguro que sí, que hoy todavía siguen saludando de la misma manera a Gabi, Fofó y Miliki. “¡Más alto!”, volvían a insistir. Y los niños se desgañitaban, repletos de alegría. Ya saben que escribo esta columna en homenaje al último del trío de payasos. A mí, que para entonces ya no era tan niña, me maravillaba el público que, como una marea dulce y bulliciosa, los envolvía en todas sus apariciones. Todavía los veo, a esos niños repeinados que saltan de gozo sin levantarse de sus asientos. ¡Y mira que es difícil mantener a los niños sentados y contentos! Eso solo lo consiguen los payasos buenos. Los niños solo tienen ojos para ellos, solo a su verdad atienden y su autoridad respetan por encima de todas las cosas. Frente al rigor del creador, que ordena el universo, los payasos trasgreden el orden del mundo al mezclar las aves con los peces, las montañas con los ríos, el día y la noche, las estrellas y los grillos, la caca y la papilla de mamá. Y revuelven el bien con el mal, el haz con el envés, la muerte con la vida. Lorca lo expresó en solo cuatro versos, en su homenaje al Arlequín: “Teta roja de Sol. Teta azul de Luna. Torso mitad coral, mitad plata y penumbra.” En eso consiste el arte del payaso, no tanto en romper como en volver a juntar lo que nunca debió estar separado. Miliki lo sabía hacer, como un verdadero payaso. Todos los niños, de diferentes generaciones, incluso los que nunca le vieron en la televisión, reconocían enseguida la contraseña secreta que se ocultaba en cada una de sus canciones. Les voy a contar una anécdota que dice tanto a favor de los payasos como a favor de un maestro también desaparecido. Se trataba del director del colegio García Quintana, en donde aprendieron y se deleitaron mis dos hijos. Pues este maestro se llamaba José San José. El día en que visité por primera vez la escuela, me invitó a que entrara con él en una de las clases. Nada más abrir la puerta, este hombre grandón, que ya peinaba canas y que iba vestido con traje y corbata saludó a sus alumnos de esta guisa: “¡Hola, don Pepito!” Ellos levantaron la cabeza de sus cuadernos para contestar al unísono: “¡Hola, don José!”, mientras le saludaban con la mano. No tuve que ver más para saber que aquella era la escuela mejor, sin necesidad de leer su proyecto pedagógico. Quien la dirigía tenía más de cuarenta años de experiencia, y había aprendido que no hay autoridad mayor para un niño que la del payaso, que a nadie como al payaso obedece, que nadie como el payaso sabe transmitir su mensaje de salvaje civilización. Sssss, Sssss, prosiguió el maestro, y con un gesto de apaciguamiento, consiguió en un instante que todos regresaran a la concentración de sus cuadernos. Augusto se había convertido en Monsieur Loyal. Lo que no he olvidado de aquella escena es el rostro de los niños, y en ellos reside también lo maravilloso del espectáculo del circo. Ayer acaba de abandonarnos un gran payaso, pero la multitud diminuta que le rodeaba sigue presente en los videos de sus actuaciones. Esa marea rítmica de voces y miradas, absorta en su incesante dinamismo, sigue preguntándonos: “¿Cómo están ustedes?” ¿Y qué vamos a contestar? “¡Bieeeen!” En honor a tres grandes payasos, Gabi, Fofó y Miliki.