“Al vent/ la cara al vent/ / el cor al vent/ les mans al vent/ al vent del món”. Era mi canción preferida de Raimon, en el tiempo en que practicaba la inmersión lingüística con la Nova cançó. Siempre cantaba “Al vent” cuando algún amigo me llevaba de paquete en su moto. Entonces no se usaba casco, y la melena se nos alborotaba de furia y de contento nada más arrancar, Como pueden ustedes imaginarse, desde entonces ha llovido lo suyo. Sí, es verdad, ya no volverán aquellas golondrinas. Aunque yo me consuelo de lo inevitable cuando veo volver cada año a Valladolid las bandadas de veloces pingüinos. Con ellos regresa a mi memoria el ansia de camino infinito, y vuelvo a sentir en los labios el sabor agrietado de la rebeldía. Siempre hacia el oeste, pues los moteros son los cowoys contemporáneos, tan veloces como los jinetes perseguidos. Ambos poseen vocación de altura, cabalgar y andar en moto es lo más parecido a alzar el vuelo. ¿Se han dado cuenta de que el ruido de la moto es muy semejante al que hace el avión al despegar? A punto de abrir las alas, así se sienten también los jinetes, siempre a lomos de un posible Pegaso. Y apuesto a que los pingüinos cuidan el motor y sacan brillo a la carrocería de su moto con el mismo cuidado que los cowoys acariciaban el lomo de su caballo y peinaban sus crines. Y con la misma fidelidad que los caballos, las motos esperan a sus amos, mientras ellos duermen al raso, en el páramo de Puente Duero. Aunque a Valladolid lleguen en bandadas, el motero, como el jinete, es un viajero solitario, que sueña, absorto en su mismidad, mientras se desplaza por el mundo a la velocidad del vértigo. Sí, hay un vuelo místico en esa decisión abismal de rasgar el viento como se rompe el velo de la vida. Por eso, el motero posee para mí un aura poética. Los futuristas ya lo formularon por boca de Marinetti, que en los años veinte consideraba la velocidad como la nueva y más intensa emoción artística. Hoy día, Fernando del Val, en su “Cuaderno de bitácora de la ciudad invisible” expresa una sensación semejante, referida en su caso al navegante ensimismado: “No conozco otra limitación que los horizontes infinitos”. Y continúa: “los horizontes nunca se conquistan porque nunca terminan, como las utopías” Sí, por eso la rebeldía motera estaba rodeada de un nimbo utópico y artístico. Y por eso nada tiene de raro que Ramón Gómez de la Serna, el ultraísta, de cuya muerte se acaban de cumplir cincuenta años, considerara la moto como la mejor manera de ir más allá. En su novela “El incongruente” dedica a la moto, por entonces recién inventada, estas greguerías: “cochecito de niño desbocado”, “galgo con ruedas”, “pistola escapada con cargador y todo”….Digo esto yo, que siempre he abominado de las motos delante de mis hijos, hasta conseguir que no soñaran ni por asomo con que les comprara una. Porque me dan miedo. Y me parece un error regalar una moto a un adolescente, incluso aunque te asegure que solo la va a utilizar para repartir pizzas. Y sin embargo…. ¡Buen viaje, pingüinos!, ¡vaya envidia que dais! Cuidado con los Carromeros y hasta el año que viene. Salvando las distancias con mi moto invisible, si lo era Gómez de la Serna, ¿por qué me voy a privar yo de ser incongruente?