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Esperanza Ortega

Las cosas como son

El despertar de Disney

Casi cincuenta años después de su muerte, la figura artística de Disney parecía sumida en un sueño del que nunca iba a despertar. Su nombre se asociaba al de su productora o al reclamo de las agencias de viaje que ofrecen visitar Disneylandia,. Pero tras el estreno de la ópera  de Philip Glass “El perfecto americano”, basada en la novela de Stephan Jungk, su figura ha vuelto a ser al menos objeto de la controversia. No importa que la ópera que se representa en el Teatro Real sea muy crítica con su protagonista, a pesar de ello ha servido para que recordemos sus películas, que ocuparon y siguen ocupando un lugar preeminente en el imaginario infantil. En cuanto a la personalidad de Disney, poco nos ha extrañado que no fuera un ciudadano ejemplar. Sabemos que muchas de las cumbres de la cultura occidental del Siglo XX tampoco lo fueron. Otro de los contenciosos aún abiertos contra Disney es el de sus adaptaciones de los cuentos clásicos, generalmente rechazadas por los puristas. He vuelto a ver algunas de sus películas, atendiendo a los elementos que elimina o añade a las versiones canónicas. Y me he fijado en “La bella durmiente del bosque”, ejemplo de versión especialmente edulcorada, a juicio de los críticos. Confieso que me ha sido difícil disociar la imagen de la princesa durmiente de los dibujos animados, pues, a partir de la versión de Disney, fue como si el cuento hubiera despertado de un sueño de más de cien años, arrumbando para siempre otra posible ilustración. Disney había seguido el relato de los Hermanos Grimm y añadido algunos elementos de su propia cosecha, que en general son rechazados por los amantes de la tradición. Sin embargo, hay en los sucesos añadidos por Disney al menos uno que enriquece el cuento. Me refiero al encuentro de los enamorados en el bosque, antes de que la princesa caiga dormida. El reconocimiento que se produce entre los dos en este primer encuentro revela que ya habían coincidido en sueños anteriores, y que la princesa sabía lo que era la angustia expectante del deseo aún antes de que se cumpliera el vaticinio maléfico. Platón afirmaba que, en un mundo anterior al nacimiento, ya hemos visto los humanos aquello que creemos descubrir en la vida y, en consecuencia, conocer es recordar. Mientras baila en el bosque, la princesa no pregunta: “¿Quién eres?” Pregunta: “¿Eres tú el príncipe que yo soñé?” De ahí proviene la súbita intimidad entre los amantes, del reconocimiento de lo que son de verdad cada uno en la mirada del otro. Muchos critican también la lección de pasividad que se desprende de un cuento en el que su protagonista no hace otra cosa que dormir y dormir, y afirman que la versión de Disney parece potenciar esta postura pasiva. Pero habría que preguntarse: ¿Es tan pasiva la actitud del que se sabe realizando el destino que anhela? En español la palabra “sueño” significa “deseo”, además de “visión que aparece mientras estamos dormidos”. Jugando con estos dos significados, podemos preguntarnos si, durante aquellos cien años, la Bella Durmiente no soñaría con una princesa que dormía sabiéndose soñada, habiendo arrastrado con ella a toda su corte. Es lo más sugestivo del relato, el sueño común, la espera compartida, el sortilegio solidario en el que participan las personas, los animales y las cosas. Tras firmar esa tregua con el tiempo, “dormían los caballos, los perros, las palomas, las moscas…., hasta el viento dejó de mover las hojas de los árboles”. Bruno Bettelheim interpretaba el sueño de la Bella Durmiente como el paréntesis en el que se sumerge la adolescente en su tránsito hacia la vida adulta. Es hermoso pensar que todo se detiene con ella. Todos los lectores nos detenemos también al leer este párrafo, con un dedo en los labios, para no perturbar el silencio poético. Y es que en esta inmovilidad respetuosa reside asimismo la fantasía poética del relato. ¿A qué aspira la poesía si no es a eternizar las sensaciones fugaces, para que podamos contemplar el verdadero ser del mundo? En el mismo sentido, Pascal Quignard distingue, en “Vida secreta”, el deseo de la fascinación. El deseo suele acarrear la decepción; la fascinación, en cambio, nos sitúa en la plenitud poética, donde no se carece de nada porque nada se imagina más hermoso que lo ya existente. En esa quietud fascinada permanece cien años la Bella del cuento, disfrutando por anticipado del beso del sueño. Por eso el relato debe finalizar en el instante mismo del cumplimiento del destino soñado, cuando el hechizo declina y el beso del príncipe pone de nuevo en marcha el reloj de la Historia. Allí es donde terminan los Hermanos Grimm, y es en ese punto donde Disney decide que ha llegado el FIN.  Nada más hay que contar, si no es a costa de acabar con el encanto poético. Todas las versiones que continúan la historia una vez casados los príncipes, desde la de Perrault a la de Ana María Matute, confirman el desvalimiento de los protagonistas desde el momento en que separan sus labios: el horizonte de claridad amorosa acaba por nublarse con una nueva aparición del mal. Significa sin duda que el embrujo amoroso se deshace con el tiempo, y los enamorados se quedan inermes en la vigilia, en medio de un bosque que ya no tiene nada de encantado. Manejarse en la vida es difícil, incluso para las princesas, pero la única forma de superar ese trance es tener un sueño en la cabeza, esa es la enseñanza de este cuento universal. Universal y tan antiguo como el mundo, pues los relatos tradicionales duermen durante siglos en la imaginación de los pueblos, esperando que la voz intermitente que los cuenta los vuelva a despertar. “Había una vez… “, esta es la fórmula que abre los ojos de los lectores a la dimensión de lo maravilloso. Con todo lo controvertida que sea su figura, lo cierto es que cuando Disney decía “Había una vez…”, abríamos los ojos con más curiosidad que la misma Bella Durmiente. En fin, Disney  sabía contar cuentos, por algo nos gustaba tanto.

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Sobre el autor

Esperanza Ortega es escritora y profesora. Ha publicado poesía y narrativa, además de realizar antologías y estudios críticos, generalmente en el ámbito de la poesía clásica y contemporánea. Entre sus libros de poemas sobresalen “Mudanza” (1994), “Hilo solo” (Premio Gil de Biedma, 1995) y “Como si fuera una palabra” (2007). Su última obra poética se titula “Poema de las cinco estaciones” (2007), libro-objeto realizado en colaboración con los arquitectos Mansilla y Tuñón. Sin embargo, su último libro, “Las cosas como eran” (2009), pertenece al género de las memorias de infancia.Recibió el Premio Giner de los Ríos por su ensayo “El baúl volador” (1986) y el Premio Jauja de Cuentos por “El dueño de la Casa” (1994). También es autora de una biografía novelada del poeta “Garcilaso de la Vega” (2003) Ha traducido a poetas italianos como Humberto Saba y Atilio Bertolucci además de una versión del “Círculo de los lujuriosos” de La Divina Comedia de Dante (2008). Entre sus antologías y estudios de poesía española destacan los dedicados a la poesía del Siglo de Oro, Juan Ramón Jiménez y los poetas de la Generación del 27, con un interés especial por Francisco Pino, del que ha realizado numerosas antologías y estudios críticos. La última de estas antologías, titulada “Calamidad hermosa”, ha sido publicada este mismo año, con ocasión del Centenario del poeta.Perteneció al Consejo de Dirección de la revista de poesía “El signo del gorrión” y codirigió la colección Vuelapluma de Ed. Edilesa. Su obra poética aparece en numerosas antologías, entre las que destacan “Las ínsulas extrañas. Antología de la poesía en lengua española” (1950-2000) y “Poesía hispánica contemporánea”, ambas publicadas por Galaxia Gutemberg y Círculo de lectores. Actualmente es colaboradora habitual en la sección de opinión de El Norte de Castilla y publica en distintas revistas literarias.