Ayer volvió a publicarse “Poeta en Nueva York”, de Federico García Lorca, esta vez en la versión auténtica, la que el mismo poeta le entregó a Bergamín, semanas antes de su asesinato en Granada. Es una buena noticia, aunque para mí su mejor obra siga siendo el “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”. Y esto no es casualidad, la elegía es el género donde el poeta da el do de pecho, porque sabe que sus versos van a conmover incluso a quien ni es lector de poesía ni conoce a la persona a la que van dedicados. Hubiéramos olvidado el nombre del torero si no llega a ser por el llanto emocionado de Lorca, y no sabríamos el de Ramón Sijé si Miguel Hernández no hubiera querido escarbar la tierra con los dientes para sacarle de su tumba. ¿Quién recordaría a don Rodrigo Manrique si su hijo Jorge no hubiera escrito las “Coplas a la muerte se su padre”?. Hoy todos ellos, junto a Carlos Félix, el hijito de Lope, o Giner de los Ríos, el maestro de Machado, nos resultan familiares. Es verdad que en todas las necrológicas se elogia siempre al finado, pero con estos poemas ocurre algo más: aunque a cualquiera se le puede escribir una elegía –Horacio se la escribió a un mosquito y Dámaso Alonso a un moscardón- los lectores presumimos que la vida de aquellos hombres debió de ser muy valiosa, para merecer en su muerte tan valiosas palabras. ¿Para qué sirven las palabras a la hora de la muerte? He aquí el misterio de que las elegías nos sirvan de consuelo, de que sean lo único que evita que nos enfrentemos inermes a lo inevitable. Los militares disparan sus salvas y los poetas sus versos. Yo prefiero estos últimos. Por eso los poetas, habitualmente ninguneados –fíjense que en los medios de comunicación nadie les pide su opinión sobre nada- son requeridos en los funerales, entonces sí que quieren todos escuchar el llanto que se desliza desde sus labios habitualmente silenciosos. ¿Por qué?, por si acaso. Y es en este “por si acaso” en donde la poesía halla su sentido. “No te conoce nadie, no, pero yo te canto, yo canto para luego tu perfil y tu gracia…” decía Lorca refiriéndose a Sánchez Mejías. No es verdad que todos los muertos estén completamente solos como anunciaba Bécquer, ni que vayan tan ligeros de equipaje como aseguraba Machado, algunos llevan consigo las palabras medidas y rimadas. Algo es algo. Vivimos tiempos difíciles. La semana pasada se celebró el Día de la Poesía y el comienzo de la primavera, mientras la lluvia inundaba nuestras plazas, como prólogo a una de las Semanas Santas más húmedas y tristes de nuestra historia. Da la impresión de que el cielo mismo haya querido unirse al llanto por el final de las ilusiones colectivas. ¿Perecerá con ellas esta civilización que, con todos sus horrores, propició maravillosas horas de entusiasmo? No sé, pero recuerdo los versos que Shelley dedicó al pobre Keats, cuando murió en el exilio, a los 26 años. Shelley le llamó Adonáis en su elegía, y Adonáis podríamos llamarle a nuestro mundo que declina. A él le dedico, por si acaso, estos versos de Shelley: “Murió Adonáis y por su muerte lloro./ Llorad por Adonáis, aunque las lágrimas/ no deshagan la escarcha que les cubre./ Y tú, su hora fatal, la que, entre todas,/ fuiste elegida para nuestro daño,/ despierta a tus oscuras compañeras,/muéstrales tu tristeza y di: conmigo/ murió Adonáis, y en tanto que el futuro/ a olvidar el pasado no se atreva,/ perdurarán su fama y su destino/ como una luz y un eco eternamente” ¿A que consuela?