“Al pasar la barca/ me dijo el barquero:/ las niñas bonitas/ no pagan dinero…” Esto decía la canción infantil, con ella aprendimos que no debíamos fiarnos de los desconocidos que nos ofrecían ventajas por nuestra cara bonita. Era algo que iba quedando impreso en nuestro subconsciente mientras saltábamos a la pata coja. En el colegio aprendíamos a hacer cuentas y a leer y a escribir, pero no nos procuraban enseñanzas como esta, que pertenecían a la sabiduría popular. También aprendimos “por libre” que no había que fiarse de los bancos porque estaban allí para robarnos el poco dinero que teníamos. Eso lo sabía todo el mundo, por tonto que fuera, igual que sabíamos que había que comer con cuidado el pescado para no atragantarnos con las espinas y que había que leer un contrato antes de firmarlo. Luego cambió la vida. Los niños ya no cantaban en los parques, y sus padres acudían a los bancos a firmar documentos que no entendían, porque se fiaban de esa gente tan bien vestida que les daba dinero a espuertas sin pedir nada a cambio. Sólo los más desconfiados siguieron sin fiarse del barquero que les ofrecía subir en su nave sin pagar el pasaje, a cambio de que le echaran una firmita. Todo fue bien mientras la mar estuvo en calma, pero hete aquí que comenzó la borrasca y el barquero se puso nervioso. Vino la tempestad y la embarcación amenazó con hundirse. Había que arrojar lastre y lógicamente comenzaron por los que viajaban en cubierta. Unos pocos, luego más, hasta acabar con todos. Era preciso para que la nave no se fuera a pique. Al barquero no le gustaba tirar por la borda a tanta gente, pero tenía que cumplir con su obligación, había que proteger a los que dormían en los camarotes con sus pesados baúles llenos de monedas. Entonces empezaron los problemas: la chusma llegó a irrumpir en el espacio que les estaba vedado con gritos insultantes. Su clamor amenazaba con perturbar la placidez de la siesta de los viajeros de primera. ¡Y en esos camarotes también había niños! Ante tal escándalo, la tripulación tuvo que actuar contra los que se negaban a aceptar la imprescindible necesidad de ser sacrificados. Como era inútil tratar de explicarles la matemática inevitable que obligaba a rebajar paulatinamente el peso de la nave, porque carecían de las mínimas nociones de náutica, se buscó una solución para aminorar el dramatismo de la situación. Y quedó prohibido por decreto llamar a las cosas por su nombre. Al mar se le llamó “inmensidad de húmedo elemento”, y al ahogado “individuo aquejado de la interrupción de vías respiratorias”. Pero aún así seguían escuchándose los gritos cuando los violentos se agarraban a la barandilla con intención de desestabilizar la embarcación, tras ser arrojados al húmedo elemento y antes de perecer con las vías respiratorias interrumpidas. El timonel clamaba contra las averías heredadas de los barqueros anteriores, mientras la chusma buscaba la llave de la caja donde había guardado sus pobres enseres y algunos ahorros con los que hubiera podido procurarse chalecos salvavidas. Al grito unánime de “¿dónde están las llaves?”, la tripulación respondía tarareando con sorna otra canción olvidada: “en el fondo del mar/ matarile rile rile/ en el fondo del mar/ matarile rilerón”. Y lo peor de todo es que ni siquiera el timonel sabía cuál era su destino…