No voy a ocultar que sentí un gran alivio al enterarme de que a Madrid no le habían concedido ser la sede de los Juegos Olímpicos. Como la inmensa minoría de españoles que rechazaban tal evento, estaba en contra de que se dilapidaran millones de euros en un país que no puede hacer frente a sus necesidades sociales y culturales más perentorias, y tampoco me creía en absoluto la falacia de que los beneficios de organizarlos iban a resarcirnos de los inmensos gastos, que en su mayor parte, ya estaban hechos. Sí, la novia ya se había comprado traje y vello antes de que nadie hubiera pedido su mano. Buena estrategia para terminar en los altares. En cualquier caso, el que un certamen deportivo tenga casi únicamente un fin económico me parece bastante ruin. Miren lo que decía Pitágoras –lo cuenta Cicerón-: “la vida de los hombres le parecía comparable a aquel mercado que se organizaba en Olimpia con gran espectáculo de juegos y con la participación de toda Grecia. Allí unos intentaban alcanzar la gloria y el honor de una corona con sus bien adiestrados cuerpos, otros iban allí por la ambición de comprar o vender y por ansias de riqueza; finalmente había otra clase de espectadores, éstos con mucho los más nobles, que no buscaban el aplauso ni las riquezas, sino que venían a contemplar el espectáculo y observaban con interés lo que se hacía y cómo se hacía”. Sí, eso decía el sabio Pitágoras, pero la delegación española no alcanzaba a entender ni siquiera su tan famoso teorema. Sin embargo, no hubiera deseado yo nunca que España hiciera el ridículo de esta manera tan rotunda. Llegado este momento, es inevitable que evoque la escena tantas veces repetida de la alcaldesa madrileña hablando en el idioma de la pérfida Albión y recomendando, como el mayor de los placeres que Madrid puede deparar a sus visitantes, el café con leche. ¡Por lo menos un chocolate en la churrería de San Ginés! Es sabido que todos los palurdos coinciden en creer que solo en su pueblo conocen lo que es de uso frecuente en cualquier parte del mundo, pero la recomendación embotellada del café con leche madrileño superó los peores augurios. ¿Y qué me dicen de su desmelenada dicción, que muchos creen ocasionada por una desmedida ingestión de anfetas?. Alcaldesa, alcaldesa – pensaban sus enmudecidos espectadores-, ¡qué ojos tan grandes tienes! ¡Es para veros mejor!. Alcaldesa, alcaldesa, ¡qué orejas tan grandes tienes! –susurraron cuando se quitó los auriculares- ¡Es para escuchar mejor vuestro SÍ QUIERO! Alcaldesa, alcaldesa, ¡qué boca tan grande tienes! ¡Es para comeros mejoooor! Y ahí acabó la hazaña, en una cena romántica en Tokio, en donde solo la loba se quedó en ayunas. Vuelta al Madrid de los Austrias. Lo siento por los deportes minoritarios, cuyos representantes acaso habrán tenido que pagarse de su bolsillo el regreso a casa. Me alegro, sin embargo, de que no se premie el egoísmo, la mezquindad y la ignorancia, y menos el mal gusto de algunos españoles ambiciosos. Los Juegos Olímpicos poseen una tradición a la que ni siquiera el comité seleccionador, formado en su mayor parte por buscavidas, petimetres y gorrones, ha podido arrebatar la dignidad de su origen. Alejandro Blanco -¿se llama así ese farsante?- tendrá que inventar otra trola para tenernos entretenidos a los españoles -¿Saben que plagió su tesis doctoral?- mientras los nobles ciudadanos que no buscan el aplauso y las riquezas seguirán contemplando el espectáculo de la vida mientras les dejen las autoridades del Madrid de los Austrias. Lejos, lo más lejos que puedan de su Armada invencible.