“Pues hay lugares donde los enfermos se mueren sin recibir tratamiento porque no pueden pagarlo, incluso puede ocurrir, como en la India, que te pidan que lleves tus sábanas y tus cubiertos al hospital…” Esta conversación se daba mucho antes. Yo, como llevo más de 35 años dando clases, recuerdo que los muchachos escuchaban perplejos el relato de tamañas calamidades, con una mezcla de asombro y pesadumbre. ¡Ojalá reflexionaran sobre la suerte que habían tenido en nacer en un país desarrollado! No por sadismo, sino por profesionalidad pedagógica, les seguía contando alguna anécdota de la que yo misma había sido testigo, como aquel taxista de Lima de 86 años que me informó de que allí no había pensiones y quien llegaba a viejo tenía que apañárselas solo con la ayuda de los hijos. Les contaba también que hubo tiempos aquí mismo, en España, en los que las niñas se ponían a servir a los 14 años a cambio de la comida, los mismos tiempos en que los alrededores de Madrid estaban llenos de chabolas. Sí, hubo una época en que en España te podías morir de una apendicitis y el raquitismo era moneda corriente entre los más pequeños. Y les contaba que, cuando yo estudiaba en el Instituto, había chicos que debían sacar una media de notable para conservar su beca y, en otro caso, quedarse en el pueblo a destripar terrones. Pero eran tiempos pasados y países lejanos, así que pronto se desvanecía la nube de la pena y pasábamos al tema siguiente. Cuando leíamos las novelas de postguerra ocurría otro tanto. Les parecía increíble que el niño protagonista de “Las ratas”, de Delibes, comiera ratas de agua para sobrevivir, o que las hijas de uno de los personajes de “Tiempo de silencio”, la novela de Martín Santos, criaran ratones entre sus pechos para que sirvieran de cobayas a los investigadores del CSIC. Algunos no podían evitar la repugnancia. Pero estas novelas se publicaron ambas en 1962, en pleno franquismo, cuando todavía se escuchaba el clamor de Dámaso Alonso en “Hijos de la ira”: “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)”. Entre tanta inmundicia, era normal que engordaran las ratas y que los escritores las tomaran a ellas como símbolo no solo de la miseria sino también de la pestilencia moral de nuestro país. Hace unos días me enteré de una noticia que merecería ser incluida en una de aquellas novelas del realismo social: en Madrid, aquí mismo, la asociación médica Amyts denuncia que, en algunos hospitales públicos, precisamente los que han sido privatizados, anidan las ratas, y que, en consecuencia, más de un enfermo goza de su compañía en cualquier rincón. Razón: los recortes en el servicio de limpieza. Otra vez entre ratas. ¿Qué ha sucedido? Que aquellos países que nos daban tanta pena son aquí, y aquellos tiempos lejanos vuelven a ser hoy. “Hay otros mundos, pero están en este”, dijo Paul Éluard. Y resulta que éste es el mundo al que nos abocan las reformas que harán sostenible el sistema sanitario de Mato. Cada uno lo ve desde el mundo que habita. Por ejemplo, el rey de Holanda lo llama “sociedad solidaria y participativa”, quizá se refiera a que también las ratas, por asquerosas que sean, tienen derecho a vivir y multiplicarse. Si esto pasa en los hospitales, ¿qué no pasará en las cárceles? Pero no para todos. No creo que Rato viva nunca entre ratas ni Rajoy entre rejas. Y sin embargo, según las últimas estadísticas, esto sucede hoy aquí.