Así la llamaba Francisco Pino: Angelita sin más. Yo no sabía quién era, cuando Pino me hablaba de Ángeles Santos. Él fue el que me conminó a que buscara en el Reina Sofía “Un mundo”, el cuadro genial que había pintado a los 20 años. No hablo en pasado porque Ángeles Santos haya muerto la semana pasada, sino porque aquella Angelita a la que Pino conoció en el Valladolid previo a la República había desaparecido hace ya mucho tiempo. Angelita descubrió la cuadratura del círculo del arte cuando pintó cuadrado el mundo en su firmamento, cuando dio forma al mundo de sueños para el que Juan Ramón Jiménez, sin saberlo, había escrito estos versos: “vagos ángeles malvas / apagan las verdes estrellas / Una cinta tranquila / de suaves violetas / abrazaba amorosa / a la pálida Tierra”. Porque Ángeles Santos, como vanguardista que era, no se conformaba con reformar el mundo, aspiraba a crear un mundo suyo, poblado de mujeres que iluminaban ellas a las estrellas, con su luz femenina. A costa de robarle belleza a la tristeza, claro está. Delante de su mundo recordé los versos de Margaret Astwood, que también parecían escritos para Angelita: “Me gustaría/ dormir contigo, penetrar en tu sueño/ mientras su suave ola oscura/ se desliza sobre mi frente/ y caminar contigo/ a través de ese lucido bosque que se mece, de hojas verde mar,/ con su sol acuoso y sus tres lunas,/ hacia la cueva a la que debes descender/ hacia tu peor miedo”.¡Qué hermoso y qué lejano y qué profundo parecía ese mundo!¡Qué lejos en el espacio y en el tiempo! Y no solo porque hubieran pasado más de cincuenta años desde que lo pintó, sino porque aquel tiempo, el de la República, el del genio y el sueño, era ya inalcanzable incluso para ella, convertida en un ángel sin alas por mor de la renuncia y el acomodo al mundo real. Sí, Ángeles Santos no tenía mucho mundo todavía cuando se lanzó a la aventura de crear su propio mundo en un mundo en el que no había sitio para ella. Y chocó con el mundo. Y el cataclismo la dejó reducida a una artista convencional, domesticada. Su padre la internó en un sanatorio y su marido, el pintor Émili Grau, la convenció de que olvidara su mundo. Dejó de ser Ángeles Santos para convertirse en la mujer de Émili Grau y la madre del también pintor Julián Grau Santos o incluso la hermana del crítico Santos Fontenla. Pero su mundo seguía allí, colgado en la pared, a la espera de las nuevas miradas. ¡Qué grande era Angelita!, ¡cuánto me gustaría hablar con ella de su mundo!, como entonces, antes de que perdiera sus ojos de artista –insistía Pino-. Hoy Ángelita Santos ya está en su mundo, libre para soñar libremente. “¿Habrá algo más hermoso que quedarse sin huellas?”, escribió Pino en uno de sus poemas, sin darse cuenta de que ése era el poema de Angelita, el poema que, sin saberlo, había escrito para ella y para todos los que no habitarán nunca en el mundo siniestro de los muertos, porque tienen un mundo que les espera como la Ítaca de Ulises. El poema de Pino termina: “y andando seguir y ver la tierra,/ al fin sin nuestras propias huellas, con nuestros propios ojos”. Perdidas sus huellas y recuperados sus ojos, en el Reina Sofía, Angelita nos espera en su mundo, de regreso a ella misma, de regreso a su sueño. Habrá que ir a verla.