Es raro dar la última clase cuando se guarda la memoria de la primera clase con tanta nitidez. Aitor Arrizabalaga(…)Gurutze Zugarramurdi, así se llamaban el primero y la última de la lista del primer curso al que enseñé Literatura, hace 37 años, en el IES Bidebieta de San Sebastián. Llegué allí en plena Transición, con la esperanza de transformar el mundo por medio de la enseñanza. Ni la rutina ni la resignación destruyeron ese sueño, aunque la fuerza del entusiasmo fuera aminorando a medida que pasaban los años. Sin embargo, nunca perdí la esperanza de que quizá ese día, precisamente ese día en que me acercaba con prisas al Instituto, iba saltar la chispa que desdice la monotonía y anuncia el acontecimiento. Y en muchos momentos sucedió. Sucedió salir de clase con la sensación de que tu profesión no es prescindible, que lo has hecho bien, que te has ganado el alto jornal de un trabajo digno. Cuando entré en el IES Bidebieta, un bedel me cortó el paso a la sala de profesores: “oye, chica, ¿dónde vas tú?” Hoy, en cambio, el bedel del Núñez de Arce me abre la puerta amablemente, todos saben que, aunque vuelva mañana de visita, hoy es el último día en que entro como profesora. Por eso mi clase tiene que ser significativa. No hay cosa más deprimente que la insignificancia. Les hablaré de Malala, un ejemplo de respeto y amor al estudio, tanto que fue capaz de arriesgar su vida por asistir a la escuela. Ella es el mejor ejemplo de que el trabajo del profesor no es inútil. Útil sí, pero agotador. Desde ahora –me digo- ya no tendré la obligación de cumplir un horario, de terminar un programa, de corregir y de calificar. Jubilarse es pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad. ¡Aleluya! Me siento realmente jubilosa. Y me acuerdo de un texto de Tomas Tranströmer que comenté en clase la semana pasada. El poeta recuerda su marcha diaria a clase, corriendo, para no llegar tarde, como tantas veces hice yo misma mi camino al trabajo. Tranströmer se encuentra cada día con el mismo caballo: “Me paraba y permanecía un instante a la sombra de su olor, y el recuerdo del paciente animal y de cómo olía en el frío húmedo está todavía muy vivo en mi memoria. Un olor agobiante y consolador a la vez.” ¡Cuántas mañanas me hubiera gustado quedarme al lado del caballo de Tranströmer, junto a su aliento consolador! Pero había que cumplir con el trabajo asignado, había que ganarse la vida. Suena el timbre. La última clase, ¡qué nervios! Estoy nuevamente como el primer día, ante una puerta que se abre. La magia del contacto de las miradas, el prodigio de la comunicación. Los alumnos están sentados, esperando tus palabras, dispuestos a aceptar tus decisiones, ahora como el primer día, expectantes. Y la cartera de la profesora nunca está vacía. Sacas los papeles, comienzas: ¿Conocéis a Malala? Y ella está allí a tu lado, ofrecida en tus labios, en esa bandeja invisible. Silenciosos, te escuchan. Te quedarías con ellos para siempre, eternizando ese momento inolvidable. Las fotos, los adioses. Konstanza, una artista, la mejor de los malos estudiantes de 2º de ESO, te ha escrito un rap: ”Que si metáfora que si metonimia, que si poesía que si narrativa, que si hipérbaton que si aliteración, esta profe la goza, esta profe mola un montón…” Suena el último timbre y el adiós se dilata en el corredor bullicioso. Y me digo que es hermoso despedirse con pena, que es hermoso recordar con melancolía aquella primera clase, precisamente ahora, el día de la última clase.