Murió Mandela. Y comenzaron sus funerales, a los que asisten incluso los que ayer le pusieron los grilletes y jugaron a cara y cruz con su vida. Perdieron, y gracias a su resistencia durante treinta años de presidio, hoy sus amigos africanos le dedican la despedida más jubilosa. Es natural que se sientan dichosos de haber respirado el mismo aire bajo el mismo cielo que Mandela, el que suprimió las vallas entre blancos y negros. Los africanos son así, poseen hálito poético, solo hace falta verlos bailar, en cuanto les quitan las cuchillas. La desgracia ha preservado en ellos la elegancia primordial que les permite reír en los entierros. Todo lo contrario que Rafael Hernando, el diputado del PP, que, en el programa de La noche de canal 24, volvió a exponer su tesis sobre la búsqueda de los restos de los fusilados en la Guerra Civil. Animados por las subvenciones –afirma sin vergüenza ninguna- muchos familiares comenzaron a acordarse de sus muertos sin tumba. ¿Habrá ido Hernando con Rajoy al funeral de Mandela? Quizá, pero con una cuchilla en el bolsillo, además de la que lleva siempre entre los labios. A mí, la escena macabra de escucharle pocos días después de la muerte de Mandela, me ha llevado a releer “Decidme cómo es un árbol”. Quizá la asociación se debe a que su autor, Marcos Ana, permaneció en la cárcel tantos años como el héroe africano, y a que, a la salida, tampoco enarboló la bandera del odio, a la hora de escribir sus memorias. Como Mandela, prefirió olvidar el nombre de sus carceleros, aunque no haya olvidado el de sus compañeros de infortunio. Entre lo que cuenta Marcos Ana, resalta especialmente la historia de Conrado, el muchacho de diecinueve años que fue asesinado en una de las sacas de la cárcel franquista. Su ilusión, ante la muerte inminente, era tener un ataúd. Le consolaba pensar que no iba a ser arrojado como un perro a una fosa común. Su hermana Carmina se presentó en el lugar del crimen con un ataúd que había construido ella misma, con cuatro tablas pintadas de negro con nogalina: “a las cinco de la madrugada, con el ataúd sobre su cabeza, azotada por el viento y la lluvia de aquel amanecer, Carmina emprendió el camino hacia el Cementerio del Este, hoy llamado de la Almudena”. Cuando llegó al lugar de las ejecuciones, los guardias rompieron el ataúd a culatazos y ella fue detenida. ¿Vivirá Carmina? ¿Esperará todavía que la dejen enterrar a Conrado para que por fin descanse en paz? Hay una escena muy semejante a esta en una película de Andrzej Wajda. Tras la matanza de Katyn, en la que también murió el padre de Wajda, una muchacha arrastra por las calles una losa con el nombre de su hermano, por lo que es condenada a prisión. Las dos historias son verdaderas y las dos remiten al mito de Antígona, la protagonista de la tragedia de Sófocles, que sacrificó su vida por empeñarse en enterrar a su hermano. ¿Habrá leído Antígona el diputado Hernando? De haberlo hecho, habrá interpretado que la heroína griega andaba buscando una subvención. Pero las carminas de España siguen esperando, con su ataúd abierto, con esa fuerza que da el hambre y sed de justicia. Y de una cosa estoy segura: a pesar de las chulerías incalificables de todos los hernandos, Mandela se hubiera sentido como en casa dentro del ataúd de Carmina. Es más, su espíritu, que no es blanco ni negro, estará ya en compañía de Conrado, junto a los muertos sin tiempo y sin nombre, con un epitafio que dice simplemente: aquí yacen los condenados de la tierra.