El relato continuado de episodios de injusticia y violencia en los medios de comunicación no produce una concienciación progresiva del espectador, sino que le vacuna contra la conmoción que esos hechos deberían ocasionarle. Todos los días vemos a niños hambrientos de mirada implorante a la hora de merendar, y presenciamos bombardeos inmisericordes sobre la población inocente. ¿Cómo vivir con ello? Pues así, como vivimos todos, insensibilizados al horror cotidiano. Lo mismo ocurre con la corrupción. La mafia italiana, la mordida mexicana y el narcotráfico colombiano, ¿a quién le extrañan?, ¿a quién le escandalizan? Es obvio que a nadie, y como son situaciones obvias, no merece la pena comentarlas ¿Y si miramos a nuestro país? En los últimos días se ha hablado mucho de la rebelión del barrio de Gamonal de Burgos, contra la construcción de un bulevar en el que estaba muy interesado un empresario convicto y confeso, que, sin embargo, sigue teniendo estrechas relaciones con dirigentes del Ayuntamiento. ¿De qué te extrañas? –me dice un amigo al que doy la monserga con el tema- ¿No fue durante muchos años Presidente de la CEOE un sinvergüenza como Díez Ferrán? Lo mismo ocurre cuando me hago cruces por el caso de la petición de indulto para el juez Garzón, que ha tardado un año en llegar desde el Ministerio de Justicia hasta el Tribunal Supremo. ¿Pero es que tú todavía crees en la Justicia? –me pregunta mi amigo- sin percatarse de que en lo que creía era en la eficiencia del servicio de Correos. Incluso la corrupción de la familia real está siendo asimilada bastante bien por el estómago de los españoles. Es obvio, diremos pronto, el típico comportamiento de princesa. Y, vacunados contra el escándalo, veremos que la institución monárquica saldrá reforzada. Incluso en el asunto tenebroso de la pederastia de los colegios católicos, se argumenta que, obviamente, es una consecuencia natural del celibato. Inmersa en esta cultura de la obviedad, me ha extrañado que a Soraya Santamaría le pareciera tan escandaloso que algunos manifestantes quemaran contenedores en apoyo a la rebelión de Gamonal, dentro y fuera de Burgos. Ahora que España es un país tan próspero, no concibe la portavoz del Gobierno que los vecinos de los barrios patrios no anhelen contar con bulevares donde celebrar, por ejemplo, la congelación del salario mínimo, y que en cambio protesten y hasta protagonicen incidentes de violencia callejera. A mí, en cambio, me parece obvio que la causa de la violencia es el completo desamparo de los ciudadanos ante la corrupción, vivida con mucho más dramatismo por los que no pueden encender la calefacción, no saben qué dar de comer a sus hijos o no tienen dinero para repagar las medicinas. Me recuerdan estos gobernantes a una pareja que conocí en unas vacaciones: se ponía hasta arriba de cocaína cada tarde noche, con el consiguiente abandono de sus hijos de corta edad; pero, eso sí, les impedían a los niños tomar gusanitos por considerarlos nocivos para su salud. Pues algo así le ocurre a los que propician y consienten la violencia y corrupción institucional, pero se rasgan las vestiduras porque alguien queme un contendor o porque les digan a gritos a la puerta de casa, ¡incluso delante de sus niños!, lo que es obvio que todos piensan. Me gustaría que alguien se escandalizara con esta columna, pero me temo que los que la lean pensarán que lo que digo es obvio y que no merece la pena ni comentarlo siquiera, obviamente.