Esta semana se han muerto dos poetas: José Emilio Pacheco y Juan Gelman. Cuando murió, Pacheco acababa de escribir una columna en recuerdo de Gelman, sin darse cuenta de que era él mismo el que se iría aquella misma noche. Ahora los dos recorren juntos idéntico itinerario: el del olvido. Un hombre es una gota de agua en el mar de la vida, pero algunas gotas de agua dejan huella. Lo decía Pacheco: “La gota es un modelo de concisión:/ todo el universo/ encerrado en un punto de agua./ La gota representa el diluvio y la sed./ Es el vasto Amazonas y es el gran Océano.” Sin embargo, las gotas no dejan huella en el cristal de la Historia, a menos que el dolor las dote de la densidad de las lágrimas. A Gelman, esa densidad se la dio la búsqueda de su nieta Macarena, secuestrada cuando era un bebé por el ejército argentino, el mismo que se encargó de acabar con sus padres. Aunque no hubiera vivido con ella, Juan Gelman la había imaginado y deseado como se imaginan y desean los poemas, desde el más absoluto desconocimiento. En la poesía, lo que se añora no es lo que se ha vivido, sino lo que no se ha vivido, hablándonos en el idioma que no se puede traducir. La semana pasada estuve en Nava de la Asunción en un Jurado de un Premio de Poesía que lleva el nombre de otro poeta: Gil de Biedma. Ganó Enrique Márquez, con un poema que se titula “La Fontana de Trevi”, y nos lleva a la famosa fuente donde los turistas tiran su moneda y piensan un deseo. Es una reflexión sobre lo no vivido, pero presente en la huella del tiempo. Hace ya muchos años, alguien sacó una foto en Trevi, al lado de su Fontana. En la fotografía aparecía una mujer. La misma persona se pregunta, treinta años después, qué habrá sido de ella, dónde estará, si es que vive, esa desconocida: “Se introdujo en tu vida/ por esa puerta falsa que entreabrió/ el azar; y tan solo/ dejó impresa la huella de su imagen/ como un débil relámpago”, dicen los versos de Márquez. “Esa mujer parecía la palabra nunca”, encuentro en un verso de Gelman, y esa misma palabra podría haber servido para nombrar a la mujer desconocida de la foto. Algo hubo, sin embargo, algo indefinible quedó allí petrificado por el flash: lo perdido de antemano, como esas monedas que se arrojan a la Fontana de Trevi y que nadie vuelve a recoger. Como la mujer del poema, así nos miran los rostros desconocidos que aparecen en las fotografías de los periódicos ¿Quiénes son? ¿Quiénes los que gritan de rabia, los que huyen de los tiroteos, los que intentan saltar las cuchillas o los que simplemente permanecen allí, expectantes, con la única misión de engrosar la multitud de desterrados? Dentro de treinta años, podría volver a contemplar sus rostros interrogantes como gotas de sangre a punto de desaparecer en un desierto, sin respuesta posible. ¿Se habrá cumplido su deseo?, podría preguntarme, si es que vivo. ¿Alguien habrá escuchado sus súplicas, habrá dado respuesta a su exigencia de justicia? No es nada probable. Sin embargo, sirvan estos versos de Pacheco para dar sentido tanto a su lucha como a la que libran los poetas con el único arma del verso: “No quedará el trabajo, ni la pena/ de crecer y de amar. El tiempo abierto,/ semejante a los mares y al desierto,/ ha de borrar de la confusa arena/ todo lo que me salva o encadena./ Mas si alguien vive yo estaré despierto”.