Iba en el tren leyendo la prensa, cuando el periódico se me cayó de las manos, invadida por una súbita somnolencia. Mi compañero de asiento, un hombre con bigote, raya al medio y pajarita, que nada más verle me había recordado a Proust, comentó en voz alta al ver la fotografía de la princesa entrando en los juzgados: ¡El fin del mundo! Y como yo le devolviera la mirada con gesto de estupor, siguió con su delirio: ¿No ve que es el fin del mundo? No sé -le contesté-, y cerré los ojos. Quizá fue su aspecto, unido al comentario sobre la noticia, el que relacionó en mi subconsciente la magdalena de Proust con la infanta desmemoriada. El aroma de las magdalenas que de niño le daba su tía propició que Proust reconstruyera su tiempo perdido. Así lo cuenta al principio de la obra: “Me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior (…) En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena vino la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina en todo su tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo….” En mi sueño aparecía la infanta caminando hacia los juzgados con una bandeja de cupcapes, esas magdalenas que no huelen a nada y tienen un sabor empalagoso a colorante artificial y sacarina, muy acorde con las fundas de lunares en las que se ofrecen y con su decoración mojigata, propia de un monumento a la cursilería. La bandeja de la infanta era dorada, pero estaba cubierta con una servilleta de cuadros, como la de los manteles de diario de la infancia de cualquiera . Lo curioso es que la infanta del sueño no acababa nunca de llegar a la puerta del juzgado. Estas cosas ocurren en los sueños, cuando tiempo y espacio se confunden. Al despertar, volví a leer el resumen del interrogatorio con la respuesta reiterada: “No lo sé, no recuerdo”. Sin duda había tenido una revelación, así que me decidí a interpretarla con el método del bíblico José: el juez debería haberle ofrecido a la infanta no una magdalena, sino una bandeja de cupcapes para ayudarle a recordar. Los cupcapes hubieran hecho aparecer en su mente las reuniones de Noos, el momento en que falsificaba los documentos de compraventas ficticias, las conversaciones con su marido sobre el la manera de hacer frente a los gastos del palacete, las consultas a su viejo profesor sobre cómo eludir los pagos a Hacienda… Y la bandeja pertenecía a una de las vajillas que compró con la tarjeta que pagamos todos menos ella. ¿Pero la servilleta?, ¿Qué pintaba allí aquella servilleta ordinaria? Era la servilleta que cubría la bandeja vacía el día en que yo misma me devoré la fuente de magdalenas en una travesura infantil, sin tener en cuenta que había dejado en ayunas al resto de la familia. Mi madre la agitaba mientras afeaba mi comportamiento. Yo reconocí mi culpa, no dije “no lo sé, no recuerdo”, porque en ese tiempo tal respuesta no se hubiera considerado ni medio aceptable. Tenía razón el doble de Proust, estábamos en el fin de un mundo que no volverá, el mundo de la verdad y la responsabilidad, que nada tiene que ver con los cupcapes ni con las novelas erótico-rosadas en las que suelen paladearlos sus protagonistas. Un mundo que permanecerá siempre en mi memoria asociado a la buena literatura y al olor inolvidable de aquellas maravillosas magdalenas.