Se habla mucho últimamente de Ana Arendt y su concepto de la banalidad del mal, aplicado a los nazis: oscuros burócratas sin luces ni voluntad, que obedecen órdenes mecánicamente. ¿No deberíamos aplicar ese mismo concepto para juzgar el comportamiento de los guardias civiles que ayudaron a ahogarse a quince jóvenes mientras intentaban escapar del hambre y de la guerra? No, no escribo para menospreciar a la Guardia Civil, aunque tampoco creo que sea un “cuerpo” sagrado, con licencia para hacer el salvaje. Es verdad que obedecían órdenes de quien se oculta por cobardía en el anonimato, pero eso no es óbice para que el hecho figure en el historial de sus conciencias. Digo esto porque pienso que los guardias tienen conciencia humana, no son perros guardianes de esa finca que llamamos España, ni robots fabricados con el alambre de las concertinas. Tampoco voy a extenderme sobre las causas de que haya miles de jóvenes africanos esperando en la frontera, porque ya todos saben que esa responsabilidad se reparte entre los que han hundido a África en la desesperación, en tanto la “civilizada” Europa contempla fríamente el espectáculo sin comprender cómo resisten tanto, de dónde sale tanto amor a la vida. Mientras, los noticiarios intentan distraernos con el dilema de si los catalanes son españoles o no, cuando noticias como esta los han convertido en una película no apta para menores. Sí, da vergüenza ser español, español, español. Da vergüenza ser europeo y da vergüenza ser humano. Las fronteras son la prueba más clara de que vivimos en un sistema en el que no se respeta algo tan evidente para un Cromañón como que la tierra es de todos. Sería muy difícil organizar el mundo reconociendo ese derecho fundamental, pero a la vista está que con este sistema no es mas fácil solucionar problemas como el de los millones de hombres que tienen que pudrirse de asco cada segundo de cada minuto de cada hora de cada día que pasa, sin solución posible. ¿Cómo no hablan de la defensa sacrosanta de la vida los que ayer mismo tronaban contra el aborto? Me recuerdan a Hitler, que prohibía la caza, mientras asesinaba a millones de seres humanos en las Campos de Concentración. ¡Oh, qué sensibilidad tan conmovedora hacia los fetos de cuatro semanas!, ¡y qué impiedad hacia los que luchan por sobrevivir, con recuerdos y anhelos, miedo, rabia, ternura y algo tan sagrado como un sueño de vida mejor! ¿Qué hacer, entonces? Los gestos compasivos se tornan fundamentales en estas circunstancias. Voy a recordar solo uno de ellos: hace 75 años, el 22 de febrero, Antonio Machado moría dignamente en un hotelito de verano cerca de la frontera francesa. La familia dueña del hotel les había librado a él y a su madre anciana de ir al campo de refugiados donde hubieran añadido a su agonía otras muchas penalidades. Nada más pudieron hacer. A un grupo de refugiados los guardias les permitió salir del campo por la noche para enterrarle en un ataúd envuelto con la bandera española –tricolor, por supuesto-, y allí está desde entonces, como muestra de que, en aquella ocasión, el hombre ganó la batalla a la impiedad. Los mandos de la Guardia Civil española también podrían haber hecho algo que no fuera ordenar que se dispararan pelotas de goma y se empujara con palos a los que se debatían entre la vida y la muerte. Podrían haber liberado a sus subordinados del dilema entre obedecer las órdenes o convertirse en lobos contra sus semejantes. Pero eligieron lo más fácil, lo banal, lo peor. Y aquí está el resultado.