No sé si ustedes habrán visto la película en la que Richard Burton encarnaba a Thomas Becket, el mártir a quien el rey de Inglaterra nombró Arzobispo de Canterbury, para acabar oponiéndose al mismo poder que le había encumbrado. Es una adaptación de “Becket o el Honor de Dios”, de Jean Anouilh. En la escena inicial, el arribista cortesano que era el joven Becket se ve imbuido por una súbita necesidad de verdad, mientras se viste de arzobispo para presentarse ante el pueblo. Pues a mí Adolfo Suarez me parece el Becket español de los años setenta. Confiaba tan poco en él cuando el rey Juan Carlos le nombró a dedo Presidente como la mayoría de los ingleses cuando recibieron la noticia de que Becket había sido nombrado obispo de Canterbury. No, no le voté nunca. ¿Cómo iba a confiar en quien había sido nada menos que Gobernador Civil en la dictadura franquista? Me le imaginaba con camisa azul, haciendo el saludo fascista mientras cantaba el Cara al sol con entusiasmo. Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Los partidarios de continuar la dictadura sin Franco se asombrarían tanto como yo cuando legalizó el partido comunista o cuando vieron a Alberti y a la Pasionaria presidiendo las primeras Cortes constitucionales. Entonces me di cuenta de que me había equivocado al pensar que Suarez no cambiaría otra cosa que el color de su camisa. ¿Y cuándo se produjo la transformación del joven falangista en demócrata convencido? ¿Sería como Becket el día en que juró su cargo?, ¿se dio cuenta entonces de la oportunidad que le brindaba la fortuna de sacudirse para siempre la caspa franquista? El caso es que nos fue convenciendo a todos poco a poco de la sinceridad de sus intenciones. Pero cuando me empezó a caer simpático fue cuando le vi acosado por los políticos conservadores de sus propias filas, que se revelaron mucho más arribistas y ambiciosos que él, los mismos que estos días, quizá contagiados de su enfermedad amnésica, afirmaban haber sido sus fieles aliados. Aumentó aún más mi simpatía al ver que dimitía de su cargo, asumiendo el riesgo de no volver a ocuparlo nunca. Era un tipo valiente. Por eso no me extrañó que permaneciera erguido ante las balas de Tejero, haciendo suya la frase tantas veces citada: “Prefiero morir de pie que vivir de rodillas”. El que no buscara cobijo en la consejería de ninguna multinacional tras perder las elecciones no lo valoré en su momento, pues yo no podía imaginar aún que tal cosa pudiera ser posible en un ex presidente democrático. Desde entonces, quien en su juventud se apuntara al bando de los victoriosos perdió todas las batallas. Su patética pérdida de memoria parecía acorde con la capacidad de olvido de la que se había servido para cambiar honradamente de discurso, de ademanes y de ideología. Esa capacidad es la que le hizo merecedor de la medalla del Toisón de Oro, la condecoración de la que se sentía más orgulloso el emperador Carlos V. Se la había ganado. Así lo ha entendido el pueblo de Madrid. Quizá muchos de los que han acudido a despedirle estaban pidiéndole disculpas por haberse equivocado como yo lo hice. Porque hay que reconocer que sin él y sin todos los que colaboraron en aquello tan raro que dimos en llamar la Transición, yo no podría estar escribiendo tranquilamente esta columna, sabiendo que nadie va a censurar mi retrato de este Becket español llamado Adolfo Suarez.