Antes de ayer, 14 de Abril, muchos celebrábamos en silencio la proclamación de la II República española. Recordar esta fecha fue, durante el franquismo, una prueba de rebelión penada por la ley. Hoy, ser republicano parece signo de ideología radical y de independentismo, por eso el ayuntamiento de Bilbao sustituyó ese día la ikurriña por la bandera tricolor. No creo que sus concejales supieran que el color morado, que, añadido al rojo y amarillo, caracteriza a la bandera republicana, representa al pendón morado que ondearon los comuneros castellanos cuando se levantaron contra el poder real. Y tampoco sabrán que el morado se incluyó para simbolizar la armonía de todas las regiones en la unidad de España, rindiendo un homenaje a Castilla, no como símbolo del Imperio, sino como centro de la identidad española. Así lo proclamaba el decreto del 27 de abril de 1931: «Hoy se pliega la bandera adoptada como nacional a mediados del siglo XIX. De ella se conservan los dos colores y se le añade un tercero que la tradición admite por insignia de una región ilustre, nervio de la nacionalidad, con lo que el emblema de la II República española, así formado, resume más acertadamente la armonía de una gran España”. Esta ignorancia sobre todo lo relacionado con la República tiene su origen en el descrédito que de ella hizo la ideología franquista, empeñada en justificar el pronunciamiento militar de los tres generales insurrectos que provocaron la Guerra Civil. Y la ignorancia atañe también a la monarquía. Recuerdo el desprecio con que se nos hablaba de los borbones en la escuela franquista, tildándolos de volubles y cobardes. No se referían al canalla de Fernando VII, sino a Carlos III, el gran rey ilustrado, y sobre todo a Alfonso XIII, al que Franco sustituyó sin vergüenza ninguna. Porque España era un reino sin rey, o si gustan, con algo semejante al rey de bastos de la baraja, pero sin barbas ni corona, más bajito y mucho más cruel. Por eso tardamos tanto en enterarnos de que la salida de España de Alfonso XIII no se produjo porque el monarca fuera un cagueta que se desentendió de sus deberes. No, su declaración de despedida supone, leída hoy, un ejemplo digno del mejor de los borbones. Dice, entre otras cosas: “Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo. (…) Soy el rey de todos los españoles, y también un español. Hallaría medios sobrados para mantener mis regias prerrogativas, en eficaz forcejeo con quienes las combaten. Pero, resueltamente, quiero apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil. (…) Espero a conocer la auténtica y adecuada expresión de la conciencia colectiva, y mientras habla la nación suspendo deliberadamente el ejercicio del Poder Real y me aparto de España, reconociéndola así como única señora de sus destinos”. ¿No les parece que merecería la pena estudiar nuestra historia y empezar a poner las cosas en su sitio? Si lo hiciéramos, miraríamos de otra manera la bandera tricolor, esa a la que Juan Ramón Jiménez- nada proclive al radicalismo político- dedicó estos versos: “Hermosa flor,/ la ardiente primavera/ nos ha tornado la bandera/ de la esperanza entera:/ ¡Trabajo, alegría y amor!/ ¡Viva/ la libertad verdadera!” Y a la que Francisco Pino, aquí mismo, saludaba así: “La República al fin/ paloma como un dedo qué escritura/ el aire es nuestro ya/ ha venido. Ya hay todos”. ¿Será por ella por quien redoblan las campanas en este Lunes Santo o será por nosotros?