Sólo los que rondaban la mayoría de edad cuando murió Franco, el dictador que dinamitó la legalidad republicana, pueden entender que sus detractores votáramos en el 78 una constitución que llevaba aparejado el sistema monárquico. Este pacto acababa con nuestros sueños de justicia histórica, pero obedecía a una realidad incuestionable: el Rey Juan Carlos era la única muralla que los militares golpistas no se atreverían a derribar. Y así se corroboró el 23 F, momento en que Juan Carlos demostró que era un rey leal, decidido a cumplir la palabra dada. Así que doblamos la bandera tricolor y la guardamos con cuidado en el cajón de los sueños incumplidos. Fue entonces cuando empecé a plantar en mis balcones pensamientos morados, rojos y amarillos, que cada año se muestran florecidos el 14 de Abril. No, no podemos ser partidarios de un sistema que afirma que hay personas de pedigrí, con privilegios por derecho de sangre; sin embargo, tenemos que reconocer que el rey Juan Carlos se ganó, durante su reinado, el respeto y la simpatía de casi todos. Hoy que tanto se acusa a los partidos emergentes de populismo, habría que recordar que Juan Carlos ha sido un maestro en el arte de ejercer de populista en el mejor sentido de la palabra, sobre todo durante el mandato de Aznar: el Presidente trataba a los españoles como súbditos, mientras el Rey los trataba como ciudadanos. Voy a poner un ejemplo: cuando el desastre del chapapote, ni Rajoy ni Aznar se dignaron acercarse a las costas gallegas. Por dos razones: irresponsabilidad política y antipatía congénita. En cambio, Juan Carlos se fue para Galicia sin que le dolieran prendas, con su impermeable de hule, su gorro y sus katiuskas, arriesgándose a ser abucheado. Y terminó merendando con los pescadores. El rey, sin ninguna capacidad resolutiva, servía de consuelo al pueblo descontento, por eso el pueblo todo se lo perdonaba. ¡Qué diferente su elegante torpeza a la estupidez arrogante de Botella y Aznar, en los tiempos en que casaron a su hija con boato dinástico, rodeados de una corte de gánsteres bigotudos! Sin embargo, en la actualidad otros problemas preocupan a los españoles, derivados de la crisis económica y de la corrupción política. La corrupción de algunos miembros de la familia real ha conseguido que ya no se vea a la realeza como una solución, sino como parte del problema mismo. Y la monarquía es un sistema político que se aceptó por miedo a males mayores. Se dice que el príncipe Felipe está más que preparado para ejercer sus funciones, pero los jóvenes que llenaron la Puerta del Sol el día mismo de la abdicación de su padre también están muy preparados, para decidir libremente. Y piden un referéndum. Si saliera que sí, Felipe VI entraría por la puerta grande, elegido por sufragio universal, ¡qué paradoja!. Si saliera que no, tendría que abandonar el trono. Volver a entrar por la puerta pequeña, por medio de otro pacto: el de PSOE y PP, partidos que se han destacado en la carrera de la corrupción, sería contraproducente, dado que además el bipartidismo parece que ya no representa a la mayoría. ¿Qué pasará? Si hubiera cambio de régimen, saludaría la bandera tricolor, a la que nunca he renunciado, pero le desearía de corazón mucha suerte a Felipe el Breve, -¿entienden por qué esta columna no es apta para menores de cincuenta años?- y contaría a mis nietos que los últimos borbones fueron gente amigable, que amaban a su pueblo, a su manera, y que su marcha fue la consecuencia del fracaso de casi todos, y no de la victoria de unos sobre otros.