Hoy, 15 de Octubre, es el santo de Teresa, la mujer generosa que lucha contra el ébola en el hospital Carlos III; vaya para ella mi felicitación. También es mi cumpleaños. Mi padre me imbuyó la idea de que la fecha de mi nacimiento tenía un significado especial, pues Teresa era la patrona de los escritores. A ella le había dedicado en los años treinta el ensayo titulado “Vuelo y surco de Teresa Sánchez”, de Teófilo Ortega. ¿Teresa Sánchez era Santa Teresa?, le pregunté con ocasión de la llegada a Palencia de una carroza con su brazo incorrupto –el mismo que conservaba Franco en su dormitorio, como botín de guerra- No, el brazo con el que escribía Teresa Sánchez no podía ser ese corcho ahumado expuesto en una vitrina. ¡Pero no se lo digas a las monjas del colegio!, me advirtió preocupado. En su libro, mi padre recreaba a la Teresa escritora, en el momento que intentaba dar caza a la imagen poética: “Y así se arma de sencillez, de suave y persuasiva elocuencia, y la devuelve la luz, al mirar de nuevo las cuartillas, el buscado rastro. El concepto se ha casado felizmente con la palabra, la imagen satisfactoria y el vocablo oportuno. Su pluma se va en tinta y su corazón en temblores de entusiasmo.” Se trata de la Teresa Sánchez que lleva el apellido de su abuelo paterno, judío converso de Toledo, la misma que ha heredado tanto la elocuencia como el instinto de supervivencia de sus antepasados. Luego conocí a otras Teresas, la Teresa de Ahumada de “El libro de mi vida”, niña lectora de novelas de caballerías, anterior a la Teresa de Jesús de “Las Moradas”, inquieta y andariega, además de mística contemplativa, enamorada carnalmente de Dios y espiritualmente del vallisoletano Fray Jerónimo Gracián. La descalza Teresa de Jesús que se enfrentó a la Inquisición y que hizo el milagro de aunar prudencia y entusiasmo, ansias de muerte y amor a la vida: “Vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero”. La enérgica Teresa de “Las Fundaciones”, capaz de derribar las murallas de la hipocresía, capaz de levantar las murallas protectoras de su libertad verdadera. La Teresa feminista, enfrentada a las normas de una sociedad que intentaba reducirla a peón obediente de obispos y abades, convencida de que las mujeres tenían el poder de servir a Dios pero no la obligación de servir a los hombres. Hay, sin embargo, otra Teresa, la Teresa callada, doliente, a quien el mundo le habla con palabras oscuras. Es la joven Teresa que se debate de deseo y dolor en el lecho, antes de que su alma hubiera hallado un blanco hacia el que lanzar su flecha. Es la Teresa a secas, sin visión ninguna, que percibe una voz interior, intraducible al lenguaje de los otros y de ella misma, antes de que la palabra acuda a sus labios y guíe su pluma. La entera Teresa que persistió y se sobrepuso a todos los avatares de su vida, la Teresa de la poesía indecible. A ella le dedico esta columna, a esa mujer cuya vida nadie cuenta porque es impensable, pero que se asoma a todos sus escritos: “A veces me da una bobería del alma (…) que anda el alma como un asnillo que pace (…) como un navegar en un aire muy sosegado (…) como unas fontecicas que yo he visto manar, que nunca cesa de hacer movimiento el arena hacia arriba.” Hacia arriba siempre, la Teresa a la que nunca alcanzarán los desmembradores de cuerpos, los coleccionistas de reliquias. La que jamás será presa ni de beatos ni de eruditos, la Teresa a secas, cuyo brazo parece haber escrito ayer mismo sus textos, ¡ellos sí!, incorruptibles.