Hasta el año pasado, pocos hablaban de la hepatitis C. Yo sólo sabía que era una enfermedad muy grave que mataba lentamente, que se contraía por contagio… y poco más. Así que, cuando leí en el periódico que ya había un fármaco que la curaba, el Sovaldi, respiré aliviada, igual que si se hubiera descubierto la vacuna contra el SIDA o un nuevo tratamiento contra algún tipo de cáncer. Luego me enteré de que el fármaco era tan caro que la sanidad pública aún no lo había comprado. Pensé que sería cosa de días. Desde entonces han pasado más de cuatro meses, la ministra Mato ha dimitido, han muerto más pacientes de hepatitis C y el medicamento sigue administrándose a cuentagotas, y eso en el caso de que haya presupuesto. Hoy sé que los dueños del fármaco preguntan, como los bandidos del Oeste: “¿la bolsa o la vida?” Y el gobierno contesta que la bolsa. ¿Será porque no es su vida la que está en peligro?. ¿Sería bueno que el ministro de Sanidad contrajera la hepatitis C? Nada se solucionaría, porque los pacientes que tienen bolsa sí pueden comprar su vida. Imaginemos que los pacientes que no tienen tanto hubieran metido en una bolsa todo lo que les ha descontado la Seguridad Social durante su vida, a buen seguro que muchos tendrían suficiente. Pero el argumento es mezquino, presupone que cada uno debe comprarse la salud, que no es la sociedad la responsable de igualarnos a todos en la lucha contra la muerte. Y sí lo es. La muerte se asume sólo cuando es inevitable. En la Edad Media, la vieja de la guadaña era la única que trataba igual a pobres que a ricos, todos desembocaban juntos en el mar de la muerte. Así lo constataba Manrique: “allí los ríos caudales, / allí los otros medianos/ y más chicos, /que allegados son iguales/ los que viven por sus manos/ y los ricos”. Pero cuando la ciencia médica empezó a ofrecer la posibilidad de retardarla, la muerte perdió su ecuanimidad y engendró en los pobres un odio y un rencor más que motivado. Para evitarlo, se creó la Seguridad Social. Si no existiera la sanidad pública, la sociedad entera participaría de la más atroz de las injusticias. Es lo que ocurre hoy, sobre todo cuando nos enteramos de que la empresa que descubrió el medicamento lo vendió a un fondo buitre en el que han invertido los fondos de pensiones que muchos hemos suscrito. Así que muchos, muchísimos, salimos ganando, a nuestro pesar, con la avaricia de los carroñeros del Sovaldi. Del gobierno, desde el presidente hasta el último ministro, nada que consignar. Su respuesta obedece a la lógica de “la austeridad para todos menos para mí” que inspira sus decisiones. ¿Cuántos enfermos de hepatitis C podrían curarse con los cientos de miles de euros que se dedicaron a financiar la cabalgata de reyes de Torrejón de Ardoz? Es solo un ejemplo de la voluntad política de quien nos gobierna. Visto lo visto, la única respuesta ética sería afirmar que todos hemos contraído la hepatitis C, igual que hace muy poco en París todos se llamaban Charlie. Y quién sabe, porque la enfermedad suele permanecer larvada durante muchos años, y puede que usted y yo hayamos enfermado sin saberlo. Los síntomas, antes de llegar al cáncer de hígado o a la cirrosis, son muy variados. Un enfermo de hepatitis C me ha descrito uno de los que sufren todos los pacientes en los últimos meses: se trata de una indignación generalizada que les recorre desde los dedos de los pies hasta los pelos de la cabeza. ¿No le ocurre a usted algo parecido cuando piensa en el tema? Habrá que gritarlo más alto y más claro: todos tenemos hepatitis C.