Estaban comenzando los años sesenta, la década en la que entraron en mi casa todos los inventos modernos. Llegó el túrmix y la televisión, y mi padre decidió comprarse un coche. ¿Por qué se habría comprado un coche cuando todos sabíamos lo poco que le gustaba viajar? Así que el día en que lo estrenamos yo estaba tan encantada como sorprendida. ¿Dónde íbamos? Me imaginaba –entonces no tenía ni idea de las distancias- que iríamos a Valladolid o a Santander, las dos únicas ciudades que figuraban en mi geografía particular. Sin embargo paramos enseguida, al entrar en Autilla del Pino. Así me dijeron que se llamaba aquel pueblo. En cuanto salí del coche me fui corriendo en dirección a la plaza, pero enseguida tuve que volver sobre mis pasos. Mi padre caminaba hacia un lugar en donde solo había una barandilla. ¿Qué se veía desde allí? Nada -pensé tras una primera ojeada- , nada en absoluto. El inmenso cielo azul y una explanada de tierra que parecía infinita. Al fondo, lejanísimas, entre una suave neblina que difuminaba sus perfiles, se distinguían unas montañas de color sonrosado. Así que habíamos venido a mirar la nada, más o menos. Escudriñé el paisaje con atención y fui descubriendo unos montículos que parecían pequeños oteros de adobe, flotando en la inmensidad. ¿Qué era eso? Eran los pueblos de Palencia, pueblos de adobe, pálidos pueblos que se confundían con la tierra desnuda, como si hubieran crecido sin la intervención de la mano del hombre: Grijota, Villaumbrales, Villamartín de Campos, Pedraza, Mazariegos… Había que fijarse para distinguirlos, y esa suerte de invisibilidad concertaba con el silencio que nos invadía. Eso lo recuerdo muy bien, que mi padre no decía nada, atento como estaba a una voz interior, inaudible. Como me aburría, me dio por pensar en lo que nos habían explicado por la mañana en el colegio. Estábamos estudiando la Creación del mundo. Todo lo hizo Dios, en solo siete días. El primer día hizo la luz. Mira que luz -me decía mi padre en ese momento-, mientras miraba al cielo, diáfano, igual que el primer día. Luego dejó que la tierra se secara, tras haberla separado del agua de los mares….. Para entonces ya había descubierto lo que habíamos venido a mirar: el mundo tal como era al comienzo de la Creación, cuando cielo y tierra aún no se habían separado del todo. Desde Autilla, todavía se confundían tierra y cielo en la lejanía, en la línea sutil del horizonte. Se lo dije a mi padre, que se rió con ganas de mi ocurrencia; lo digo porque lo contaba una y otra vez: habíamos comprado el coche para eso, ahora ya lo había entendido. Desde entonces el Mirador de Autilla es aquella tarde de un otoño lejano en que vi el mundo recién nacido. Ese desnudo contundente muestra el páramo, hollado lo indispensable para que exista la vida. Aquella tarde sumergida en un silencio que se huele y se toca, que invita a callar, a mirar hacia dentro, sigue allí, esperándonos. Siempre. Siempre que vuelvo al mirador se superpone aquella nada primigenia a lo que veo hoy, de tal manera que consigo abstraerme y evitar las señales eléctricas, los molinos de viento o los tejados de uralita verde que ahora asaltan la plenitud de la creación, virgen, intacta. “No hemos venido a ver sino a no ver”, advertía San Juan de la Cruz a sus hermanos, cuando se detenían a admirar hermosos parajes. A no ver, es eso lo que se aprende mirando atentamente desde el otero de Autilla. Luego me he asomado a muchos miradores, con la misma curiosidad, con la misma esperanza. En Palencia también tenemos el de Piedrasluengas, desde donde se ve un paisaje majestuoso, inolvidable, pero ni en Piedrasluengas ni en ningún otro mirador se distingue con tanta nitidez la infinitud habitada, que transforma en habitable a la nada, al vacío. He visto, sí, el mismo panorama en los cuadros de Díaz Caneja, el pintor palentino, cuya obra, para verse de verdad, necesita ser mirada con los mismos ojos que miran desde el mirador de Autilla. Pasados los años, ojeando los libros de mi padre, Teófilo Ortega, hallé un texto que también está escrito desde aquí. Pertenece a su libro “La voz del paisaje”, obra en la que intenta traducir en palabras la voz milenaria de la tierra que vimos aquel día. Una voz silenciosa, profunda, anterior a la humana, que nos invita a callar. Dice al describir precisamente este paraje: “El áncora que sujeta, en el puerto de todo lo efímero y terreno, el bajel de nuestro espíritu, abandona las quietas profundidades concediéndonos la deseada libertad. Olvidamos este lugar y este siglo, y fuera de los enojosos límites de espacio y de tiempo, paralizamos nuestros movimientos, sobrecogidos de extraordinaria emoción. Cerramos los ojos, y en posesión de lo contemplado, permitimos que, a costa de nuestro callado vivir material, se desarrolle y expanda la vida del espíritu. Para lo que está desnudo y se proyecta más allá del tiempo, también nuestra alma desnuda sobre la caediza actualidad…” Sí, hay que cerrar los ojos para ver lo invisible, esa cualidad que Pino identificaba con la tierra de Castilla: “¿Existirá Castilla en la mañana?”, se pregunta el poeta, y la voz del paisaje le contesta que sí, “donde se escucha volar, aunque el sonido se pierda….” Rilke también lo había dicho con su voz de poeta total: “…porque los hombres somos las abejas de lo invisible. Libamos desesperadamente la miel de lo visible para acumularla en la gran colmena de oro de lo que no se ve”. Para ver lo invisible, los seres humanos abandonaron su instinto animal de vigilancia y se entregaron al placer contemplativo. ¿Fue aquí donde un día decidió erguirse el primer hombre? Yo creo que muy bien pudo ser aquí donde abandonó la ruin existencia a cuatro patas que únicamente le permitía ver su propia sombra sobre el suelo. Aquí precisamente, en esta tierra sin caminos, donde solo sus huellas comenzaron a dibujar un destino humano. Cuando la tierra aún era plana y todo era más allá. Pero el mundo ha dado muchas vueltas desde entonces, y se han sucedido las noches y los días. Y en aquella tarde rememorada, el día acabó cediendo y se puso el sol. ¡Qué puesta de sol la de Autilla del Pino!¡Qué dramatismo sosegado el de su luz en derrota! No intenten contarle a nadie cómo es, díganles que vengan hasta aquí a mirar.
De entre las muchísimas veces que volví durante mi infancia al mirador de Autilla, hay otra que no he olvidado. Lo conté en mi libro “Las cosas como eran”, y no voy a repetirlo aquí de nuevo, con todos sus detalles. Solo diré que fue la última tarde que mi padre salió de casa, el día en que yo me di cuenta de que se iba a morir. Casi no se tenía en pie cuando se apoyó en la barandilla del mirador. La tarde aquella, ni mi madre ni yo mirábamos el paisaje, le mirábamos a él, que miraba por nosotros el día sin final. Desde entonces veo siempre lo mismo en Autilla del Pino: vida y muerte mirándose a los ojos, promesa y olvido, destino y ocaso, primer y último día. Y escucho una voz tan ancestral como la del Génesis. Me dice: en la placidez de esta planicie ilimitada, Dios se quedó en silencio y decidió tenderse a descansar. ¿Aún sigue allí?