“Las huestes de don Rodrigo/ desmayaban y huían”, así comienza el romance de don Rodrigo y la pérdida de España. Lo recordé al pensar en Rodrigo Rato: asturiano, igual que el rey vencido en Guadalete, había acumulado tanto poder y lo había perdido con la misma rapidez que el protagonista del romance. La derrota de don Rodrigo por los bereberes, debida según la leyenda a sus amores con la Cava, se debieron más bien a la corrupción de su reinado. El caso es que pasó de tenerlo a perderlo todo, en una sola batalla. El más poético es el momento en que llora con asombro y melancolía lo poco que le queda de sí mismo: “Ayer era rey de España, /hoy no lo soy de una villa;/ayer villas y castillos,/hoy ninguno poseía;/ayer tenía criados,/hoy ninguno me servía;/hoy no tengo ni una almena/que pueda decir que es mía…” Quizá porque había recordado estos versos esa misma tarde o porque encendí la radio al acostarme, tuve una pesadilla. Duermo con la sensación de que me hundo en un pozo sin fondo, del que salgo milagrosamente cuando vuelvo a abrir los ojos y recuerdo quién era el día anterior. Por eso o por lo que fuera, se reflejaron en la superficie de mi sueño las imágenes nada épicas de Rato conducido hasta el coche policial, con mis recuerdos de Uarazazate, la ciudad más cercana al lugar donde murieron hace unos días los dos montañeros españoles, en el Marruecos profundo. Allí todavía se vive de forma muy semejante a como lo harían los bereberes que arrebataron España a don Rodrigo. Con sus turbantes polvorientos y sus chilabas descoloridas, pero con ese señorío que caracteriza a los acostumbrados a mirar hacia las arenas infinitas del desierto. Y en el sueno me veo perdida entre la arena, cuando unos niños descalzos me ofrecen un cesto de dátiles. Lo onírico es que veo la escena a mis espaldas, sin moverme ni mirar hacia atrás; ellos conmigo y yo con ellos, como en una secuencia cinematográfica. Un sol de justicia preside la escena mientras nos vamos alejando de la casa de Rato, oscura, con unas rejas negras a la entrada. La limpia negrura de los ojos de aquellos dos niños me conduce hacia la libertad, sus piececitos desnudos, impolutos, del color de la tierra, del primer barro de la creación…. De repente, una marea salada desenlaza nuestras manos y nos empuja hacia el fondo de un pozo sin límites. Lo último que veo mientras me ahogo es la imagen de aquellos dos niños hinchados, debatiéndose, intentando, igual que yo, alcanzar la superficie. Y así estaba, ya casi rendida a la muerte segura, cuando me desperté y recordé con alivio quién era todavía. En mi reino no había niños ni arena ni claridad, pero tampoco había miedo ni agua ni muerte segura. Y me volví a dormir, escuchando la radio. Hablaban de los cientos o miles de ahogados en el Mediterráneo, de su desesperación y de la indiferencia de Europa ante sus gritos de auxilio. Y se me vinieron a la cabeza de súbito los versos con los que termina el Romance de don Rodrigo, que la tarde anterior no había conseguido recordar: “¡Oh, muerte! ¿Por qué no vienes/ y llevas esta alma mía/ de aqueste cuerpo mezquino,/ pues se te agradecería?’ Me pareció que musitar esos versos en la noche, con la luz apagada, era lo único que podía oponer yo al desastre de la desgracia de tantos inocentes. A la mañana siguiente, con la energía que da la luz de la vigilia, me indigné, me rebelé contra el sueño, y medité sobre este mundo nuestro, absurdo, cruel, de cuyo sentido solo puede dar cuenta el lenguaje de las pesadillas.