Hoy voy a escribir una columna pequeña, porque está dedicada a un suceso que ha sido tratado como insignificante por los medios de comunicación. Su protagonista es Abel Martínez. ¿Os suena este nombre?- pregunté a mis conocidos. No les sonaba de nada. Solo una amiga me dijo que era el título de una novela de Unamuno. Pero se trataba de Abel Sánchez. No, Abel Martínez no se estudia en los libros de Historia de la Literatura. Abel Martínez fue una persona real, tan real y tan viva como usted y como yo, hasta que un chaval desequilibrado, que guardaba sus armas en el dormitorio familiar y había anunciado insistentemente que pensaba cargarse a todos sus profesores, le hundió un machete en el vientre. No sucedió en una reyerta callejera, sino en el Instituto Joan Fuser de Barcelona, donde ejercía como profesor de Historia. Con estas pistas puede que descubra a qué crimen me refiero, aunque seguirá sin sonarle de nada el nombre de la víctima. En los medios de comunicación se refieren a Abel Martínez con “un profesor interino”. Fíjense qué insignificante, profesor de Instituto y encima sin plaza en propiedad, uno de esos jóvenes que sustituyen a los que están de baja, y pululan por distintos centros, a la espera de que la Generalitat de Cataluña se decida por fin a convocar oposiciones. El nombre de su verdugo no se puede decir porque es un menor y ha de ser protegido, y el nombre de Abel Martínez se ningunea simplemente porque a pocos les interesa saberlo. Además no es políticamente correcto hablar mucho del tema, no sea que la sociedad tarde en olvidar lo sucedido, y a su asesino le cueste trabajo ser aceptado como uno más en el futuro. La vida de Abel Martínez da igual, porque ya no tiene futuro. Por la misma razón se eliminaron los altarcitos de velas y flores que sus compañeros y alumnos habían colocado a la entrada del Instituto. Era mejor así, para restablecer la normalidad, la vida de todos los días, como si nada extraordinario hubiera sucedido: un profesor menos, que ya habrá sido sustituido por otro interino, y a correr. ¿Qué hubiera pasado si en vez de un profesor hubiera sido un juez, un político o un militar?, ¿Y si hubiera sido un cantante o un futbolista? No quiero ni pensarlo. Pero Abel Martínez era un profesor. ¿Responsabilidad? Ninguna por parte de nadie, en tal caso de los propios profesores, que no han sabido detectar a tiempo a un alumno problemático. Sin embargo, yo quiero recordar hoy a Abel Martínez, el joven profesor que murió asesinado mientras cumplía con su trabajo siguiendo su vocación, en verdadero acto de servicio a la sociedad, es decir, a todos nosotros. Y recomendaría a sus compañeros que les hablen de Abel Martínez a sus alumnos, para que tarden mucho mucho tiempo en olvidarle, para que no regresen con facilidad a esa normalidad absurda bajo la que se entierran la verdad y el sentido. Y a todos ustedes no me atrevo a pedirles que le dediquen a Abel Martínez el Requiem de Mozart, que eso solo se hace en los funerales de gente importante, pero al menos les pido que recen entre labios, sin hacer mucho ruido, la pequeña oración de Aretha Franklin, la que rezamos incluso los descreídos por los pequeños héroes sin nombre, tan inocentes como Abel Martínez.