“Lo primero fue el habla. Una necesidad de sentir la compañía de los otros, de arrancarse de la originaria soledad, de emitir sonidos que el lenguaje fue articulando, modulando, convirtiendo en palabra (…) Surgía así un universo en el que los seres humanos comenzaron a sentirse y entenderse”, de esta manera comenzaba un artículo de Emilio Lledó. Lo recordé mientras escuchaba a Manuela Carmena, tras conocer el resultado de las elecciones municipales. Sus palabras me acariciaban el espíritu, últimamente tan maltratado por vacuos discursos, y despertaban el deseo de sentir la compañía de los otros, hasta el punto de que no sé qué hubiera dado por estar en ese nuevo Madrid, que las palabras de Carmena habían convertido en una inmensa plaza, capaz de cobijar toda la esperanza y el entusiasmo del mundo ¡Qué diferencia con el exabrupto de Rita Barberá –“¡Qué hostia!, ¡Qué hostia!”- la misma noche y a la misma hora. Me dirán que Carmena tenía mucho que celebrar y Barberá nada de nada –afortunadamente-, pero estoy segura de que la próxima alcaldesa de Madrid nos hubiera emocionado lo mismo aunque no hubiera ganado, de la misma manera nos hubiera hecho sentir que toda la humanidad había perdido con su derrota. “Ojalá el domingo regrese la decencia”, había vaticinado Emilio Lledó. ¿Y en qué punto reside el encanto irrepetible de su discurso? Sin duda en que Carmena dota a las palabras de ese sentido primigenio de comunicación capaz de hacer surgir un universo en que los hombres comienzan a sentirse y entenderse, haciendo aflorar en cada uno de los que la escuchan lo mejor de sí mismos. Ocurre lo que les digo porque se dirige no a lo que son sus espectadores, sino a lo que deberían ser, ese “deber ser” de cada uno que no aparece en las encuestas. Y lo hace con tanta convicción que todos acaban creyendo que son mucho mejores de lo que habían creído que eran. Es lo que hizo don Quijote cuando se encontró con unos cabreros y pronunció para ellos el Discurso de la Edad de Oro. Los cabreros, lejos de burlarse como brutos analfabetos, escucharon admirados a ese hombre tan estrafalario que se dirigía a ellos como a auténticos seres humanos. Y es que los seres humanos tienen la capacidad de entender la verdad de las palabras, desde la noche de los tiempos. Es en esta convicción, la de que cualquier ser humano, por muy deteriorado que se encuentre su espíritu, puede ser restablecido a su origen primero, en donde se asienta la filosofía jurídica de la reinserción, de la que Carmena siempre ha sido la más fiel defensora: todo tiene arreglo, incluso esta ciudad. Así es como seduce Manuela Carmena, mostrando a sus vecinos otro modelo, opuesto al esperpento que casi se habían acostumbrado a habitar. Sus detractores habían exhibido sin pudor ninguno su dinero y su rabia, seguros de que la semilla de la mezquindad que cada vecino lleva dentro terminaría por fructificar, confiados en esa mayoría silenciosa que vende su dignidad si le ofreces un plato bien suculento de lentejas. Conclusión: el mundo es despreciable y no hay nada asombroso en el espectáculo de la corrupción. “Así somos” -nos dicen con su lenguaje torpe y desaliñado- “¡Hostias, no hay otra” ¡Pues sí que hay otra!, y se llama Manuela Carmena. Habiéndola escuchado, ¿alguien puede extrañarse de que me haya seducido? Desde entonces tengo la necesidad de sentir la compañía de los otros, de arrancarme de mi originaria soledad… Me voy para Madrid.