En las películas que veíamos de niños, siempre ganaban los buenos. Eran fáciles de distinguir, porque, además del aspecto atractivo, les acompañaba una música dulce, que auguraba su victoria final. Por eso nadie se ponía de parte de los malos, que estaban abocados al fracaso. Lo mismo ocurría en la realidad: éramos de los buenos, que habían vencido a los rojos. El panorama dio un vuelco cuando nos enteramos de que habíamos estado aplaudiendo a los malos sin saberlo. Mas nuestros ideales, la generosidad, el heroísmo… seguían incólumes a pesar del cambio. La corrupción generalizada de los últimos tiempos había vuelto a transformar el panorama, porque los corruptos seguían siendo igual de populares: las urnas ratificaban su conducta y en los tribunales prescribían sus culpas. Ya no necesitaban engañar a nadie: su aspecto físico y sus modales, cada vez más semejantes a los de los malos de ficción, coincidían con su altura moral. ¿Qué otro personaje podría encarnar la grosera Barberá, la soez Aguirre y el chabacano León de la Riva, que el de villano de cómic barato? Incluso Soraya Santamaría iba pareciéndose cada vez más a la señorita Teschmacher, coadyuvante de Lex Luthor, el malo de Superman, salvada la diferencia de estatura. Se diría que los españoles disculpaban e incluso admiraban su comportamiento. Podían contar el dinero ante los micrófonos o celebrar con sonoras carcajadas la victoria por mayoría absoluta de sus leyes draconianas, hacer comentarios machistas o racistas, escribir mensajes delatores a sus tesoreros.. todo era digerido como normal por la ciudadanía. “La envidia de la virtud/ hizo a Caín criminal. /¡Gloria a Caín!, hoy el vicio / es lo que se envidia más” Estos versos de Machado parecen dedicados a describir un panorama tan desolador. Pero el ejemplo que mejor lo resume es la respuesta del diputado Pujalte a la pregunta sobre la moralidad de su comportamiento: “no es ético, pero es legal”. Hasta el 24 de mayo. Porque resulta que por esa rendijita que siempre queda abierta en todo lo humano, se ha colado la decencia que parecía estar ausente de la sociedad española, y resulta que los malos van perdiendo su poder de seducción. Ahora se acogen a las cifras, ya que las palabras han dejado de tener eficacia. Y se impone el cambio. A esto es a lo que nuestro presidente llama problemas de comunicación, a la necesidad de cambiar de guionista, para contar la misma película. No le va a ser fácil, porque los españoles han descubierto que los malos pueden perder, no solo las elecciones, sino también los papeles. Nadie rememorará sus aciertos, ni siquiera los medios que manipulaban, y pasarán sin otra música de despedida que el silencio más bochornoso. Prueba de ese silencio que les espera es que los mismos que les han votado se avergüenzan y niegan en las encuestas que lo hayan hecho nunca. ¿Qué mi columna adolece de un marcado maniqueísmo? Lo maniqueo sería decir que, puesto que los malos van perdiendo, los ganadores son buenos por necesidad. Eso está por ver. Sin embargo, el que haya algo por ver es alentador, en un país en el que habíamos creído haberlo visto todo. Sobre esa base, la de una historia que comienza, se pueden asentar dos valores nuevos, que hasta ahora no se ponderaban porque no cotizan en bolsa: me refiero a la dignidad y a la esperanza. Confiemos en que no sea solo un espejismo.