Bien, pues aquí estamos de nuevo tratando de escribir una columna. ¿Qué tema de actualidad resumiría lo que no publiqué durante el verano y todavía colea en mi cabeza? Y recuerdo el anuncio de la Lotería. “Imagina que vas por el mar manejando un barco”, comenzaba diciendo la voz en off, momentos después de que los informativos refirieran el número de emigrantes que se habían ahogado ese día. “Bien, ¿has imaginado un barco pesquero, un ferry o un yate?”- continuaba. Y yo me imaginaba el barco pesquero de “Capitanes intrépidos”, la novela de Kipling en la que unos sencillos pescadores salvan a un niño de las aguas y le enseñan el secreto de la generosidad y el valor. Imagina que rescatas un bote repleto de emigrantes cuando está a punto de zozobrar, ¿habrá en el mundo una satisfacción mayor que ésta?. Pero no, el anuncio de la lotería continuaba de manera muy distinta: “Un yate, claro. Y ese yate, ¿es alquilado, es de tu primo o es tuyo? Es tuyo… ¡Ese yate es tuyo!”, para concluir con esta máxima atroz: “No tenemos sueños baratos”. Desde luego que no, si no que se lo pregunten a los emigrantes que pagan 3000 euros y se arriesgan a perder la vida mientras intentan cumplir el sueño de entrar en Europa. Llegados a este punto, me preguntaba qué mente mezquina habría imaginado este anuncio, ¿o acaso es cierto que la mayor aspiración del español medio es tener un yate desde el que saltar al agua, como Rato, en sus incursiones veraniegas? “No tenemos sueños baratos”, volvía a resonar en mis oídos. Sin duda por eso Rajoy regateaba tanto la cuota de emigrantes que acogería nuestro país. Pero no piensen que, embelesada por el centenario de Santa Teresa, vengo yo a dar lecciones de santidad a mis lectores. No, al recordar el anuncio, imagino a Rajoy y a sus ministros, más Cospedal, la condesa Aguirre, Rita Barberá y la Gomendio –hay que equilibrar para no ser sexistas-, apretujados en un bote hinchable a la deriva, y experimento un placer intenso, inconfesable. Ese no es el camino, me digo cuando despierto de mi ensoñación, mientras me invade la melancolía. Y compruebo más tarde que muchos españoles a los que no les ha tocado la lotería ofrecen su ayuda a los refugiados con una generosidad que ni los más optimistas habrían soñado. Esto ocurre porque, como escribe Eva Hiernaux, poeta y amiga, “existen espacios intermedios/ minúsculos/ con la densidad de un último aliento/ (…) ahí es verosímil la vida”. Se trataría de eso, de buscar espacios que nos liberen del horror cotidiano. Aquí mismo, en el Museo de Escultura de Valladolid, encontré uno de ellos a la vuelta de las vacaciones. Se trata de la exposición titulada “Melancolía”, que hasta el 12 de octubre tienen la oportunidad de visitar. Merece la pena. Merece de verdad la pena que van a sentir al contemplar los rostros embargados por esa melancolía que ha sido interpretada unas veces como síntoma de enfermedad y otras como signo de conciencia artística. Hallarán rostros que parecen soñar su tristeza y rostros atribulados, decepcionados o anhelantes, a los que la luz hiere y la sombra protege, sin revelar en ningún caso el enigma de sus ensoñaciones. Y con el regalo de “la alegría de las cosas tristes” –así definía V. Hugo la melancolía- se sentirán dichosos de pertenecer al género humano. Algo que no es caro ni barato sino todo lo contrario, y que pueden disfrutar gratis, porque es de todos y a todos concierne. Es más, no creo que haya dinero en el mundo para comprar ese tesoro.