Hace 75 años, en 1939, fue recibido en Veracruz el barco Sinaia, repleto de refugiados españoles, los pioneros de la que José Bergamín llamó “la España peregrina”. Huían de la dictadura franquista, el equivalente europeo del ISIS actual. Aquellos primeros refugiados pensaban que iban a regresar pronto a su patria, cuando los aliados expulsaran a los nazis y liberaran España, y sin embargo enseguida organizaron un colegio para que los niños no perdieran sus raíces, el colegio Madrid, en honor de la ciudad asediada. Diez años más tarde, al comprobar que Europa les había abandonado, fundaron el Ateneo español. Hoy sigue allí, sosteniéndose a pesar de las dificultades económicas y del “ocaso vital” de la mayoría de sus socios, que poco a poco van poblando el cementerio de los españoles. Yo visité el Ateneo hace veinte años: los sillones, las lámparas, las estanterías y por supuesto los libros más antiguos, documentos, cuadros y fotografías pertenecieron a los ateneístas primeros: Altolaguirre, León Felipe, Moreno Villa, Max Aub, Cernuda, Buñuel…, a los que se unieron la generación de Vicente Rojo o Tomás Segovia. Y los más de 25.000 españoles que recibieron la hospitalidad del pueblo mexicano correspondieron con lo mejor que tenían: sin ellos la Universidad de México DF no sería una de las mejores del mundo, ellos fundaron también Fondo de Cultura Económica, la editorial más importante de Hispanoamérica.
¿Soy yo acaso descendiente de algún refugiado? No, en mi familia no hay nadie que haya vivido el exilio. Pero es verdad que no me guió hasta el Ateneo español la curiosidad del turista que observa lo ajeno, sino la emoción del que busca reconocer lo que un día fue suyo. Sí, entré allí para reencontrarme con mi propia memoria, aunque sea memoria de lo que no viví: los lugares donde nunca estuve, los versos que no escuché de los labios de sus poetas, los libros, las películas que han conformado mi historia y mi pensamiento. ¿Qué sería yo sin ellos? Fui allí, en definitiva, a reconocer a los parientes que preservaron mi herencia del olvido. Elena Poniatowska, la autora mexicana, decía hace muy poco algo igual de paradójico en aun artículo, hablando precisamente del Ateneo español “Me considero hija y nieta de españoles, aunque no lo sea”.
Hoy, cuando muchos se preguntan sobre la identidad de España como país unido, los españoles del exilio nos contestan con su palabra muda: aquí dejamos las huellas de la única España solidaria. Igual que los enamorados necesitan de la separación para añorarse, así aquella España lejana se yergue ahora en el recuerdo como la única unida de verdad, inmensa y auténticamente libre. A aquellos españoles que terminaron siendo mexicanos no se les ocurría discutir su pertenencia a una patria común, pues todos tenían el mismo enemigo; la barbarie de la España franquista, aquella en la que yo nací y me eduqué. Ante la llamada de auxilio del Ateneo español, nada ha hecho el reino de España para defenderlo, pues encarna la legalidad democrática de la Segunda República, y ha vuelto a ser el gobierno de México el que ha llegado a salvarlo, igual que en 1939. Gracias a su ayuda, España seguirá presente en México, fraterna en el dolor. Esperando el día en que los españoles decidamos que ha llegado la hora de indagar en nuestra historia y nuestra cultura, para descubrir la verdad de lo que siempre somos y nunca fuimos.