Entre todas las noticias sobre la tragedia de los refugiados, hay una especialmente dolorosa: la que habla del número creciente de niños perdidos entre la muchedumbre. Ante ellos, los xenófobos no pueden esgrimir la excusa del miedo. ¿Acaso alguien puede temer que un niño indefenso sea un infiltrado del ISIS? Pero la civilizada Europa pasa indiferente ante sus cuerpos diminutos y sus voces apenas audibles. Su comportamiento, desgraciadamente, no es excepcional: la indiferencia ante el dolor de los niños pertenece a la tradición milenaria europea. De la Edad Media data la leyenda de “La cruzada de los niños”, un grupo de 2000 adolescentes que partieron a la conquista de Jerusalén con el único arma de su inocencia, esperando que los paganos se rindieran ante su presencia redentora. ¿Cómo terminaron? Los pocos que sobrevivieron al hambre y a los asaltos de los bandidos, fueron vendidos como esclavos. Y hoy se repite la historia, aunque la fotografía de un bebé ahogado en la playa conmoviera la fina sensibilidad de los telespectadores por algunos días. ¿Y de qué sirve repetir lo que es a todas luces evidente? Lo repito porque he encontrado hace muy poco, mientras navegaba por Internet en busca de un disfraz infantil, algo que rebasa todo lo imaginable. En una de las páginas más populares de venta por internet, me topo con el disfraz “de refugiado”. Hay dos modelos, el de refugiado de la Guerra Mundial, seguramente judío deportado, con maletita de cuero, chaleco y tirantes, y el de refugiado común, sin zapatos, con ropa de adulto reciclada y gorra cochambrosa. Los niños ataviados con ambos disfraces muestran en el catálogo la misma risa idiota. Añadiendo al disfraz un chaleco salvavidas, tendremos el típico ahogado en las costas de Lesbos Primera reacción: amenazar con denunciarlos o indicarles que hay clientes que nos sentimos agredidos por su oferta. La página solo permite preguntar sobre los gastos de envío o la posibilidad de devolver los productos defectuosos. Ni siquiera se me permite insultar. ¿Me entienden ahora?, había algo más que el hambre y el frío del niño refugiado: su conversión en figura de carnaval ¿Qué decir?, ¿qué pensar? Entre la confusión, me vienen a la cabeza unos versos de Bertolt Brecht: “En Polonia, en el año 39/se libró una batalla muy sangrienta” Es el comienzo de “La cruzada de los niños”: un grupo de niños abandonados recorre Polonia en busca de refugio: “Por los caminos en rebaño hambriento/ los niños avanzaban/ Se les iban uniendo muchos otros/ al cruzar las aldeas abandonadas” Y Terminaron muriendo entre la nieve, todos. El poema concluye: “Con los ojos cerrados/ dentro de mí los veo cómo vagan/ de una casa en ruinas/ a otra bombardeada. / Y al caer el ocaso/ ya sus caras no parecen iguales. /Ahora veo las caras de otros niños/ españoles, franceses, orientales”. Y sirios y libios y senegaleses y nigerianos … huyen del hambre y la metralla, sin saber que se están convirtiendo en modelos para el desfile de carnaval. Los versos de Bertolt Brecht, sin embargo, poseen el poder de sacar luz del humo, como decía Horacio que hacía la literatura. No es mucho, pero es lo único con lo que podemos contar. Entre el humo asfixiante de la interesada idiocia mercantil, resplandece la luz liberadora de la emoción poética. Y esta luz que ilumina el rostro del dolor nos revela que la verdad, por muy dolorosa que sea, es más hermosa, mucho más hermosa que el rostro del maniquí disfrazado.