“La lluvia tiene un vago secreto de ternura,/ algo de soñolencia resignada y amable..” Esto lo escribió García Lorca mientras veía cómo resbalaban las gotas sobre los cristales empañados de su mirador granadino. No los hubiera escrito hoy, a la vista de las fotografías que muestran cómo sobreviven entre el barro los refugiados sirios. Para comprender lo que les digo, les recomiendo la lectura de “Las cenizas de Ángela”, novela en donde su protagonista pasa toda su infancia con los pies húmedos por no contar con un calzado apropiado. Con todo, las penurias de este niño irlandés no son nada comparable al infierno que están pasando los niños que se agolpan con sus familias bajo la lluvia frente a la frontera europea de los Balcanes. ¿Se acuerdan de aquel juego de ingenio?: se dibujaba un monigote en medio de un cuadrado. Y decíamos: a un lado se extiende una espesa hoguera, al otro hay un lago lleno de cocodrilos, al otro esperan soldados que disparan a cualquier cosa que se mueve, al otro seis leones “muertos” de hambre. ¿Cómo escapar? Sí, había una solución ingeniosa. En cambio, para los sirios que huyen de la guerra, no la hay. Y la lluvia sigue cayendo. Dante nos describe en su Infierno el gran charco en donde las almas de los condenados sufren una lluvia incesante. Allí permanecerán eternamente los golosos, sumergidos en el fango, en castigo a su avidez de comida y placeres. Pero los miles de refugiados sirios no han hecho nada para merecer tal castigo, excepto estar en medio de un cuadrado fatídico: a un lado el ISIS, al otro el repugnante dictador Al Assad, al otro el océano donde han perecido miles de compatriotas suyos, y al otro… la frontera con Europa, donde sus dirigentes han colgado el mismo rótulo que aparecía a las puertas del Infierno de Dante: “Aquellos que aquí entréis/ dejad toda esperanza”. Yo hubiera hablado de otros asuntos en esta columna si la lluvia hubiera cesado o si Europa hubiera abierto su paraguas para que se refugiara la “perduta gente”. Sí, hubiera estado bien expresar mi admiración por la fidelidad del pingüino amigo del albañil, o mi protesta airada por que tanto el compi yogui de la Reina como Rita Barberá gocen de libertad mientras no se acaba de indultar al ladrón de “una” bicicleta; pero la lluvia sigue cayendo y los zapatos de los sirios están empapados. Felipe González afirmó hace unos días que le merecían el mismo respeto los siete millones de españoles que han votado a quienes están a favor de recibir a los refugiados del hambre y de las guerras con concertinas –si es que sobrepasan la cantidad de 20 y ya van por 18- que los cinco millones de votantes de quienes denuncian el comportamiento inmisericorde de Europa ante los emigrantes. Pues no, señor González, no merecen el mismo respeto, como tampoco lo merecen en Alemania los votantes xenófobos y los verdes. Al menos mientras la lluvia de impiedad y egoísmo siga cayendo sobre Europa. Dentro de muchos años, cuando los descendientes de estos condenados de la tierra vuelvan en busca de la memoria de sus muertos, nos dirán que es mejor olvidarlos, que su recuerdo solo sirve para reabrir las heridas. Y tampoco entonces serán igual de respetables los votos de quienes les ayuden a encontrarlos que los de quienes caven hoyos a su paso, mientras la lluvia sigue cayendo.